Tag Archive: amor


De tríadas

El presente post es a petición.

Sólo hay una cosa por decir a propósito de los triángulos amorosos: eso no se hace.

La cigarra

Amor de locos

No hay sentimiento más fuerte que el amor. Quien dude de la veracidad de esta afirmación que se piense cuando ha estado enamorado. El dudoso que reflexione sobre el amor notará que bajo el influjo de Eros es posible realizar actos que parecen dignos de locos como Don Quijote. Después de todo, no es racional que un hidalgo dé maromas en la sierra de Morena para demostrar con ello su amor a una doncella ausente, del lugar y del mundo.

El enamorado es quijotesco, y como tal es devoto a lo que ama, no pierde de vista a su amado, aún cuando éste no se halle presente, todo acto, toda respiración, todo latido del ardiente corazón se realizan en pos de aquello que es visto con el brillo que Eros le dota.

Esta devoción es juzgada por aquellos que no han sido tocados por Amor como mera locura, como una enfermedad de la que hay que curar a toda costa al enamorado, pues no es difícil que la vida se le vaya minuto a minuto persiguiendo al escurridizo amado, y que esta persecución sea un desperdicio del tiempo a los ojos de los hombres racionales y productivos de los que se rodea el quijotesco enamorado.

De todos los enamorados, los más locos, y por ende los más devotos a lo que aman, quizá sean aquellos que están enamorados de la palabra. Esos seres extraños que no poseen nada en las manos, pero que dedican sus días, sus noches, y hasta sus sueños, a cazar milagros, a buscar la más bella de las expresiones para retratar el brillo de todo lo que contiene el corazón del hombre y de la naturaleza.

Algunos se ven tan arrastrados por ese impulso erótico que llevan consigo a muchos Sanchos cautivos, sin siquiera reparar en ello. Esto despierta la envidia de aquellos que sin amar a la palabra la buscan para conquistar seguidores y hacerse de un séquito que les traiga lo que realmente aman, fama y fortuna.

El amante de la palabra, cuida lo que ama, es decir, no habla descuidadamente ni al tuntún con tal de atraer Sanchos; el amante de la fama, en cambio, usa a la palabra y la prostituye hasta que obtiene de ella las ganancias que buscaba, no se cuida de lo que dice más que para no ofender a quien le sigue más de lo necesario. El primero vive para la palabra, el segundo vive de ella y la desecha cuando encuentra algo más placentero que hacer o más productivo, siempre que productivo signifique atender a lo que realmente se ama.

El amante de la palabra es como Don Quijote, pues su vida pierde razón de ser cuando la razón alcanza a sus actos, cuando escribir y leer y hablar es algo que realiza conforme a cálculos que según a lo dictado por un Eros que no entiende de pesos y balanzas. El otro, deja de ser lo que es, un ser que finge amor, cuando comienza a hablar, leer y escribir sin atender a la existencia real de una ínsula de Barataria.

Maigoalida.

Epidemia Amorosa

Es virtud del habla ser clara y no baja.

Hace poco leí un escrito que hablaba sobre el amor, y lo retrataba como una enfermedad altamente peligrosa. Más lo sería ahora que llegó la primavera. Decía en tono juguetón cuáles eran las recomendaciones que podían dar los expertos para alejarse lo más posible del evento de contraer el «espantoso bicho», recordando constantemente lo inútil que era intentar prevenirlo de todos modos.  Comentándolo en la semana me fui a dar cuenta de que esa posición sobre el amor es bastante común y me extrañé, pues aunque fue una lectura divertida, me parecía más evidente que hablar así del amor no hace más que en la superficie tratarlo a modo de juego. Sólo puedo explicarme esa facilidad para aceptar hablar de lo que nos concierne tan cercanamente sólo a modo de juego, y de adoptar ese discurso como afirmación de nuestra posición al respecto, como suma desconfianza en la palabra.

No desdeño, claro, que la analogía pueda decir algo, pues el escrito atinaba a resaltar varios aspectos de la experiencia amorosa. Un ejemplo de ello es el primer momento en que uno se sabe enamorado, pues al sentir la impotencia ante ese cambio que ha ocurrido en uno, podría pensarse en la caída a una enfermedad ya ineludible y latente; o por decir algo más, el martirio de no ser amado del mismo modo en que uno ama parece dejar al sufriente peor de débil que las migrañas o las infecciones estomacales.

Por otra parte, las recomendaciones preventivas de los médicos se dan en un tenor de método veloz y fácil de seguir, y hablar así del amor es superficial y desapasionado: no es cierto que pensemos en alejarnos de quien amamos como nos alejamos de los infectos de gripe. ¿Y cómo se compararía con una patología aquel momento en que el amor lo consume a uno mientras intenta dormir y, como atrapado por la fiebre, cierra los ojos sólo para ver más vívidamente las imágenes de las que se quería escapar en primer lugar? ¿O qué clase de desorden sería éste cuando se torna amarga la sensación en el pecho y la boca del estómago al quebrarse el amor y tornarse en desamor?

Las ventajas de esta metáfora del amor como enfermedad son menores a sus desventajas. Es evidente que el poder del amor nos altera, haciendo que nos sintamos otros distintos, y que no nos expliquemos su procedencia; algo como cuando nos airamos y nos «salimos de nosotros» (o de quicio). La claridad del juicio y la capacidad de sopesar con cuidado los proyectos y las alternativas de lo que hacemos se vienen abajo por completo como lo hace la capacidad del cálculo con la fiebre alta, o la fuerza con el dolor de estómago. Sin embargo, pienso que exactamente lo que hace del amor uno de los más grandes misterios es aquello que esta metáfora oculta: no es un cuerpo ajeno ni tampoco un transtorno del estado natural. El hombre sin amor no hace nada. El enfermo está por definición peor que el sano, pues no está como debe de estar. El enfermo sólo lo nombramos así porque está en falta, o lo que le sobra le excede y, como veneno, lo destruye. Mas el amor es sólo en muy poco semejante a aquellos estados, pues el juicio difuso que lo caracteriza es a la vez un ímpetu endiosado e inspirado, y lo que le sobra al enamorado es el vigor para acercarse a aquello que quiere cerca (y si acaso algo lo destruye, no es ese vigor, sino la falta de lo que anhela).

Si una metáfora está bien hecha, logra que lo que es obscuro se aclare, y que quien no había podido ver algo llegue a observarlo gracias a la nueva comparación. Mas si hablando resulta que lo que era obscuro se entiende aún menos, la metáfora sobra. Por fortuna, no es enfermedad el amor, que si lo fuera, los médicos en su ingente progreso encontrarían la manera de ahogarlo con pastillas y librarnos para siempre de él.

Deber-doler

A muy pocas personas les gusta hablar de sus sentimientos. Es obvio, quién quiere mostrar a los demás sus debilidades, si todo esto es finalmente un combate no hace ningún bien informar al enemigo de los quebrantos más hondos. En lo personal tampoco me gusta, sin embargo se me facilita, siempre puedo escribir con fluidez cuando de hablar de mí y de lo que siento se trata. Quién sabe, quizá eso de exponerme y dejarme susceptible sea lo mío, mi estrategia de batalla. Si es buena o no, es algo que la experiencia se ha encargado de mostrarme y a juzgar por todo mi entorno emocional no ha sido francamente la mejor.

Siempre he creído que los argumentos sostenidos por esos libritos baratos que pretenden ofrecer la panacea sentimental en frases prefabricadas y lugares comunes son sencillamente risibles, absurdos, poco inteligentes “…Encuentra el amor en ti mismo y lo encontrarás en los otros…” Sí, claro, desde luego, el remedio a cualquier mal se encuentra en mi interior, sólo que soy lo suficientemente idiota para lastimarme voluntariamente. Si supiéramos la respuesta, si la cura estuviese en cada uno, si haciendo caso a la veleidad del corazón todo fluyera con tranquilidad y sosiego pleno, nadie dudaría un minuto en aplicar lo consabido con tal de llevarla mejor. Pero en realidad no es tan fácil. Placer y dolor, así se conduce la vida misma. Insisto, parece fácil, si duele lo desechamos y si gusta lo hacemos cotidianamente, nadie confundiría el sentimiento devenido de una situación placentera con algo doloroso. Pero sólo parece, pues la confusión acontece y mucho más a menudo de lo que un sano sentido común podría aceptarla. Hay cosas que irremediablemente duelen y que no se pueden desechar aunque así se quiera  “…Si quisieras, podrías…” Otra frase más, pero que quede claro que voluntad no representa omnipotencia. Duele y aquí está o me causa placer y lo único que quiero es que se mantenga alejado. Así, de la única manera en que puede vivirse es agónicamente, agonía como la que escribe Unamuno, agónico de lucha, de pugna, de contrariedad. No existen tales respuestas, tales instrumentos, no hay solución a los males, si los hubiese de verdad hace años habría terminado la soledad, la desilusión, el dolor, pero no, estas podredumbres rondan sempiternamente nuestra parsimonia.

La modernidad trajo consigo mucho de lo que ahora se ha denominado la parte emocional y/o afectiva del hombre, mas contrariamente trajo también las ganas de no hablar de ella, pues la concepción de la vida como campo de batalla vino con la idea moderna de lo que es el hombre también. Hablar de lo que uno siente de verdad es quedar voluble, presentarse a sí mismo frente a la pared de fusilamiento. Para qué expresarle a alguien o a algo lo que se siente realmente por tal, si lo único que vendrá de vuelta será desdén, abucheo o rechazo. Los libritos baratos aquí dicen que no hay que temer “…Mientras yo me quiera a mí mismo, qué importa lo que sienta el mundo por mí…” No, no es posible, claro que importan los demás, claro que debo temer a lo que sienta o dejen de sentir los otros. Animales políticos al fin. Me debo –subrayo: debo– manifestar aterrada de sentir algo por alguien y que ese alguien no sienta lo mismo por mí, debo temer profundamente su rechazo y si sucede tal, debo entristecer tanto como me sea  posible. Por favor, que tire la primera piedra aquél que nunca se ha sorprendido a sí mismo en una tristeza por algo que en cierto momento representó placer. Abandonar o ser abandonado del cómodo lugar del placer es triste, verdaderamente triste.

El dolor es perjudicial precisamente por eso, porque duele. Cualquier ser humano –que presuma ser tal– está condicionado a sentir dolor. Duelen muchas cosas porque deben doler. No somos los demás y toda nuestra vida no puede girar en torno a los demás, cierto,  pero sí debemos adolecer por los  demás. No todas las respuestas, los consuelos ni las fortalezas las tenemos nosotros mismos, qué sentido tan fútil tendría una vida así. Muchas están allí afuera, en los demás y si yo esperaba que determinado sujeto me ofreciera una respuesta, un consuelo o una fortaleza y eso no sucede, me debo sentir mal por ello. Estoy en todo mi derecho de sentirme muy mal, es mi naturaleza pues. De lo contrario no sería humano, un remedo de humano cuando más. Debe doler, debe doler tanto como la situación lo amerite.

La cigarra

“Pero, quiero que me digas amor, que no todo fue naufragar,

Por haber creído que amar era el verbo más bello,

Dímelo, me va la vida en ello.”

 

Luis Eduardo Aute

 

Si de necedades se trata, ¿qué necedad más grande que aquella que afirma el amor? Últimamente escucho que todos lo desprecian, lo condenan, y cargan contra el pequeño dios con una pistola, desplegando todo su arsenal porque algunos bellacos – y juraría que más de dos en este blog hablarían de bellacas – les rompieron el corazón… pobres niños. ¿Los compadecemos? ¿Les creemos? ¿Los ignoramos? O mejor los mandamos a leer El Banquete, porque ciertamente alguien que se expresa de tal manera no lo ha leído. Y no es que yo afirme un romanticismo pedante y afeminadamente ciego que lleva como bandera este “amor” acartonado y comercial – infantilmente burlesco y de-cuentos-de-hadas -, este “love” que suena como un globo de esos que venden en el Valentine´s Day y que se desinflan con el paso de los días. Es más, no afirmo, sólo contradigo la cobardía y la pusilanimidad de aquellos que ante una fractura de corazón no pueden – no tienen las agallas – recoger todos los pedazos y reconstruirse uno nuevo, reconstruirse de nuevo ellos mismos y terminan autocompadeciéndose y “resignándose” a una situación que ni les agrada, ni verdaderamente asumen. Eso es mediocridad.

 

Si el amor no existe, ha sido la inspiración y fuente de las obras más bellas de que es capaz el hombre.

 

Punto fecha y firma… así lo dejo escrito.

 

Gazmogno

Yo confieso

“…pero no me hagas caso, lo que me pasa es

 que este mundo no lo entiendo…”

Luis Eduardo Aute

 

Lo confieso, sostengo un sinnúmero de necedades.

Pero mi necedad más criticada contrariamente es la que yo he tenido más cierta y he manifestado sin más, mi necedad que dicta que el amor no existe.

Sería fácil culpar de mi obstinación a la mala suerte que he padecido en este asunto, a los varios bellacos con los que he tropezado en mis andanzas amorosas, a las muchas canciones deprimentes que a diario ingiero auditivamente o a la explicación científica de tal. Quizá a todo en conjunto o a nada de eso. Quizá sólo sea yo. Quién sabe.

No planeo explicar demasiado al respecto, la tengo cual vil petición de principio. Así.

Y que conste que ésta no es una invitación a que alguien me pruebe lo contrario, ésta es tan sólo, una última confesión melancólica.

La cigarra

Al caer la noche

«Nunca me quites ese embrujo tuyo«

Ya es de noche otra vez. Esperaba que no volviera a llegar. ¡Pero siempre llega! La noche… Todo muere de noche. Todo muere. ¡Hermoso! Amo la noche. Amo la muerte de todo. Pero no dura nada. No es interminable y, por ello, su duración es insignificante. Como la de todo. Como la de todos. Pero ella muere también, como muere el amor, y eso es injusto. ¡Es insoportable! Ella no debía morir nunca. Ellos no deberían morir nunca. Deberían ser eternos.

La hermosa noche. La amorosa noche, la muerte del día. La muerte de todo. La contraparte del día. El aspecto verdadero del día, como la muerte es el verdadero aspecto de la vida. Pero, si la muerte del día, la noche, muere también, y por causa del día, entonces la muerte también ha de terminar en algún momento, gracias a la vida. Pero la vida no tiene sentido más que por la muerte, por esa noche eterna, esa obscuridad absoluta y mortal; entonces el sentido de la muerte de la noche es la noche misma. Y el sentido de la muerte de la muerte, que es la vida, es la muerte misma. Debería ser así. Debería ser siempre de noche. Deberíamos vivir muriendo siempre, no creyendo que vivimos, pues si vivimos es porque morimos, es por la muerte misma. Pero la muerte nunca llega cuando se la espera, y la noche siempre llega. ¿Para que llega, si ha de terminar? No debería ser así. Simplemente nos anima, nos hace pensar, cada ocasión nueva que llega, que ahora sí se ha de quedar, que ha de permanecer, abarcándolo todo… Pero no es así. Nunca es así. Es como la amante que se va, que llega por unos instantes, nos lleva a la plenitud, y se va al alba. Siempre desaparece con las primeras luces. Siempre. Mejor sería que no llegara, para no hacernos creer que ahora sí se ha de quedar. Por eso siempre que amanece, vivo esperanzado por que no regrese nunca, por que sea siempre de día, de ese mediocre día con apariencia de plenitud, al que ya estoy acostumbrado, pero que no me da ilusiones falsas. La noche, la hermosa noche, mi amada noche, es sólo una mentira, una amorosa y pasajera mentira, pues vivo y no muero, vivo y no amo, al igual que todo vive, y no ama, en vez de morir, como debería ser, si el mundo fuera justo.

Otra vez lo mismo

Han pasado los años y todo sigue igual. Yo pensé que la vida nos enseñaría. Pensé que aprenderíamos la lección y cada quien seguiría su camino. Pensé que eso nos ayudaría a ver lo equivocados que estábamos. Cada quien en su mundo, aferrados a cosas imaginarias, amando al vacío, deseando cosas imposibles. Deseándolas con todo el corazón pues, en nuestra ingenuidad, pensamos que eso era lo único que importaba. Que podíamos ser felices. Pensé que todo sería diferente, después de tanto tiempo. Sin embargo, los días siguen transcurriendo. La vida se esfuma, poco a poco. Instante a instante. Se nos va escapando. Y tú sigues siendo la misma. Y yo sigo siendo el mismo. Un par de desdichados. Destinados a la soledad, como siempre, hasta ahora.

Ya es hora de asumir las consecuencias de los propios actos, me han dicho algunas personas. Ya es hora de dejar ir las fantasías que sólo daño traen consigo. Tienen razón, toda la razón. Aunque se equivocan en lo que creen que hay que asumir. Veo, ahora, que lo que hay que ir asumiendo es que siempre viviremos solos, separados uno del otro. Tú amándolo a él, sin que por su parte te corresponda, y yo amándote a ti, a pesar de todo.

A primera vista

Realmente ya creía en el amor a primera vista, pero nunca  me había pasado algo digno de ser tomado como tal. Ese día había sido uno como cualquier otro, pensaba que era tarde y que el tráfico cada vez era menos soportable, sin duda había perdido ya la mitad de mi primera clase, estaba fastidiado y un poco aburrido, desesperado quizá.

De pronto por la ventana vi a una chica, no me resultaba como cualquier otra pues ésta en realidad atrajo mi ánimo. Vestía un pantalón azul marino, una blusa rosa, tenis y traía su cabello suelto, el movimiento que acontecía a cada paso que daba atraía decisivamente la mirada hacia ella; fue imposible no verla, sus pasos, su cuerpo, toda ella parecía dejar una estela luminosa o aromática que perseguía su desplazamiento. Cada palpitación en su trayectoria era sensual, llamativa. Su cara, vi sus ojos y me relajé, no podía decir más. Fue algo realmente extraño, algo que me impactó. Sólo atiné en dejar el transporte público en el que venía y por el momento no pensé en otra cosa además de hablarle.  Me dejó estupefacto, no podía creer que alguien pudiera causar eso en mí,  de esta manera, tan prontamente.

Su imagen la hacía lucir como alguien engreída mas ignoré el detalle, confié en que eso sólo era la apariencia. La alcancé pues su andar había rebasado al mío, pero cuando estuve a unos cuantos pasos de ella entré en razón: qué le diría, cómo abordarla sin asustarla, qué si no me hacía caso; me asaltaron las dudas y ya no supe qué hacer, estaba nervioso, sin embargo decidí decirle algo, después de todo qué era lo peor que podía pasar. Escuchaba música y sus audífonos se me habían convertido en un serio impedimento, así que comencé a caminar a su lado, me volteó a ver y creo que se perturbó un tanto, así que levanté mi mano izquierda saludándola. Me miró ahora con más detenimiento, me sonrió y se quitó los audífonos, lo había logrado, tenía ya su atención. Le pregunté su nombre, creo que eso le causó cierta desazón por lo que me devolvió la pregunta, así que le dije el mío. Cruzamos algunas otras palabras que siendo honesto no recuerdo del todo, me habló de su carrera y de las cosas que le gustaban, con eso hallé cierta afinidad en nosotros. Me pareció alguien interesante, incluso divertida.

Ese día la acompañé a hacer otras cosas. Acordamos buscarnos pronto pues moría de ganas por verla de nuevo y, según yo, ella también estaba un tanto interesada.

Ahora salimos a menudo, me parece una linda chica, tierna y cariñosa. Y me resulta contrastante que le guste reprimir esas cualidades a fin de hacerse como muy fría o analítica en el aspecto amoroso. Creo que es una obstinada con eso del amor. Ella dice no estar muy segura de que lo desarrollado a partir de ese día sea amor, quizá sólo sea simple atracción, entiende sin embargo, que todo lo que pude darse en una relación tiene su génesis en una llana mirada. Pero no, no hace más. Si algo no quiero que me acontezca es ser el único enamorado en esto, eso de apostarle a la suerte o al tiempo no me parece muy verosímil pues me toma la duda si en verdad ella vale la pena. Es posible que sí pero es igual de posible que no.

 La cigarra

Confianza en la palabra.

T.:

Espero no te sorprenda esta nota, no temas de ella, he sido muy discreta para hacer que llegara a tus manos, y nadie ajeno a nosotros posará su mirada sobre la misma. Como bien pudiste percatarte te la entregué oculta entre aquellos objetos que consideré necesarios para que libres a los tuyos de aquella pesadilla, que desde hace tiempo ya nos es común.

Si piensas que me he arriesgado demasiado al entregarte estas palabras, quiero pedirte que no te preocupes, el riesgo no es menor que el que he corrido al entregarte los objetos que las acompañan. Además no me importaría perder la vida a manos de mi propio padre si tú ya no estás disfrutando de la luz del sol, prefiero mil veces la muerte que continuar sobre la faz de la Tierra sabiendo que tú y yo ya no podremos caminar juntos, tomados de la mano y sintiendo el viento contra nuestros rostros.

Estoy nerviosa, no lo niego, pero al mismo tiempo estoy emocionada. No te imaginas cuánto deseo que la fortuna te acompañe en tu empresa, pues si fallaras no sólo yo me sentiría desesperada y perdida en medio de una terrible obscuridad, también le sucedería lo mismo a toda mi gente, que no sabe que está a punto de ser liberada de este horrible laberinto en el que todos nos encontramos perdidos; y qué decir de lo que pasaría con los tuyos, ellos quedarían sumergidos en medio de un inmenso mar de dolor…

Olvido que no debo pensar en esas cosas tan desagradables, discúlpame, sé que debo confiar más en ti, ya has demostrado tu valía en múltiples ocasiones, hasta palacio han llegado los relatos de tus hazañas, mucho antes de que te presentaras ante mí padre, ya había oído tu nombre, y deseaba tenerte cerca y conocerte.




Y no sólo pude verte de lejos, te acercaste a mi, y me cautivaste con tus promesas de matrimonio, no quiero ocultarte mi emoción al saber que para mañana a esta misma hora tú y yo estaremos unidos por lo que nos resta de vida, en cierto modo ésa es la finalidad de esta misiva, que sepas que hay alguien ansioso esperando que salgas sano y salvo; recuerda lo que hoy he hecho por ti y mata al Minotauro sin temores, estoy segura que toda Creta te lo agradecerá y que gracias a ti Atenas me recibirá con los brazos abiertos.

Ariadna.

Maigo