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Despedida

«El hombre es vil y se acostumbra a todo«

R.R.R.

“… reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo…

L.E.A.

Hoy estoy bastante molesto. ¡Se supone que las cosas no debían ser así! Es el colmo de la desfachatez. Pero supongo que así son las cosas ahora. Seguramente pensarán que soy un anticuado o algo peor. Que la vida no es esa que antaño podíamos permitirnos pensar. Que el mundo ha cambiado y que lo normal, y por ende lo verdadero, es que sea así y que no tendría por qué hacer ningún escándalo. Que cómo se me puede ocurrir a mí, un borracho, sinvergüenza y depravado, poner el grito en el cielo por algo tan natural como lo que presencié anoche. Todo eso dirán y más. De hecho es verosímil que la vida sea así, tal y como dicen que es y como he visto que es en muchas ocasiones. Después de todo, no es la primera vez que soy testigo de escenas como la de anoche, y quizás ya debería estar acostumbrado a ello como todos. De tan cotidiano y visible que es, ya todos están acostumbrados a ese tipo de cosas. En ese caso, y suponiendo que mis modos de ser habituales son en apariencia igualmente viciosos, bien podrían decirme que yo estoy equivocado y que me contradigo. Me dirán que me muerdo la lengua cuando me muestro en desacuerdo con esa normalidad y que nadie tiene derecho a criticar los gustos y los usos y costumbres de nadie, en ningún momento. Todo está permitido y, siendo así, quien suponga que no es así debe ser despreciado. Pero es que no es únicamente la escena de anoche, sino que ésta parece ser sólo el reflejo de algo más grande, lo cual me molesta demasiado. Estoy muy molesto porque, pese a todo es, yo sí creo que las cosas no deben ser así, no está bien que sean así, en cuyo caso, no estoy dispuesto a continuar con todo esto. El mundo va a seguir así siempre y si no voy a atreverme a ir en contra de mis principios arcaicos y pasados de moda, ni a resignarme a que no hay nada que hacer y seguir con una vida sin sentido, lo único lógico que me queda por hacer es huir, escapar ya anímica ya somáticamente, siendo ésta la única posibilidad de hacer algo siendo yo mismo.

Por lo tanto, sea cual sea la huida por la que me decida o a la que me vea obligado a tomar, supongo que esta es una especie de despedida.

Adiós a todos.

Decir adiós

Nunca he sido buena para las despedidas. Mucha incomodidad me causa pensar qué debo decir y, más aún, cómo he de comportarme. Cuánto tiempo debe durar un abrazo o en qué cuadrante de la mejilla debe ir el beso o, simplemente, si debe haber tal. Quizá por eso siempre he optado por tan sólo dar la vuelta y marcharme, sin ningún convencionalismo. ¿Cobardía? No sé, no creo, según yo está más relacionado con bienestar. El acto mismo de despedirme de alguien o algo me causa una congoja seria.

Quiero aludir a esas despedidas de verdad, donde no hay lugar para el: “quizá después” ni siquiera para el: “ya dirá el destino”, a las despedidas que pretenden ser definitivas y que buscan reincorporarse a la habitualidad tenida antes que de que el objeto de la despedida tuviese inferencia en cualquiera de sus sentidos sobre el que ahora se despide. De este modo, quizá sí sea más pusilanimidad antes que sentirse a gusto inmediatamente, pues las cosas que quieren ser “para siempre”, han de traer incertidumbre y miedo. Incertidumbre y miedo a la perpetuidad. Lo perpetuo no es lo duradero, no son cincuenta o mil años, son todos los años. Despedirse en verdad de algo es eso, decir adiós permanentemente. Y de eso ya no es posible retractarse, una vez vociferado el adiós no cabe el arrepentimiento.

Cuestiones harto distintas de despedirse son alejarse o buscar tregua. Una suspensión momentánea que se decide será de ese modo por el titubeo que no ha sido superado a fin de gritarle a alguien o algo su despido. Poner una pausa, abusar del estar y no estar para que, si la vacilación así lo dicta, pueda volverse atrás. Las intermitencias en las relaciones no son tramposas ni groseras, son sólo muestra de imprecisión, de duda, de vaguedad. No se deciden por mala fe sino por inestabilidad. De ahí que sólo los espíritus fuertes –que no los nobles– saben despedirse sin atisbos de inconsistencia. La mella es ya otra cosa, cualquier separación ha de dejar vestigios en mayor o menor impacto. Con ello, para poderse despedir certeramente de algo o de alguien es menester pensar detenidamente la resolución que va a ser tomada. Pues, como lo he dicho, la despedida es perpetua. Así, hay quienes afirman que las verdaderas despedidas sólo lo son, para el muerto, cuando muere. Sólo alguien logra decir adiós a cualquier cosa cuando es seguro y definitivo que no se volverá a cruzar por su andar, es decir, cuando lo ha matado. En la muerte ya no existen ni dudas ni vaguedades, se está muerto sin más. Parece pues, que las despedidas no son una decisión entonces (de ahí que existan las segundas oportunidades o el volver con alguien), sino un acto consecuente de que algo o alguien en verdad desapareciese. Por lo que: “Ojalá que te mueras” sería la frase ad hoc cuando alguien quiere despedirse en verdad de alguien.  

Luego, si alguien no se despide realmente de alguien o algo cuando realiza el despido, sino que sólo juega a despedirse porque estos –ya bien los sujetos, ya bien los objetos– siguen existiendo, entonces ¿a qué le llamamos despedida? Todas las que hemos tenido por despedidas no serían sino meras invenciones prefabricadas para deshacerse momentánea y fingidamente de algo o alguien. En vida, no podría concebirse el adiós sino sólo el hasta luego.

No sé, ni yo he logrado persuadirme. Las más de las veces que he dicho adiós lo he hecho francamente para no volver a estar allí, para no volverlo a ver. Mas eso todavía no me exime de un segundo y casual encuentro o de una rendición poco fructífera. El que me haya volteado y haya caminado desinteresada dando la espalda, representó en su momento algo así como una asustada despedida definitiva, aunque ahora que lo quise teorizar haya dejado entrever que eso fue un adiós inconsciente y cobardemente temporal.

 La cigarra

El Fuego en la noche

Dejaste que mis manos te tocaran una vez más

Envolviste mis sueños con recuerdos y añoranzas

Mis labios se endulzaron con el sabor de tu piel

Y todo estaba listo, solo nos quedaba partir, y tus sueños, y tus labios, y tus manos

Tenían que desaparecer.

Me prestaste tu mirada nuevamente, y como antes, me reflejé en ti

Suavemente te susurre por un instante más, en silencio te gritaba un adiós.

Entre tu boca y mi boca, estaba el mar de insaciable ser.

Te encerraste entre tu piel y mi piel

Desesperadamente matizaste con densa voz mi habitación

Mojé mi boca con el sudor de tu piel,

“Una vez más” dijiste

Y aunque yo quisiera escapar a mi destino

Inevitablemente se dibuja frente a mí

Por la mañana partiremos

El alma de esta noche se extenderá

Hasta que tus ojos se vuelvan en mí.

La primera tú…

Saboreaba tus labios desde lejos, parecía que nuestros encuentros no eran tan casuales, como solía pensarlo, tal vez nos poníamos de acuerdo con cada mirada en el justo momento, en la misma dirección. Desde pequeños nos gustábamos, recuerdo que hacía todo lo posible por acercarme a ti, me escondía tras los arbustos que yacían en tu ventana, esperando que ante el sigiloso andar de mis paso tu rostro dejaras ver. Mis amigos lo sabían, gritaban tu nombre cerca de tu casa, jugaban a los cazadores para que pudiéramos encontrarnos a solas. Todo parecía otro juego de niños, cuando el amor es tan efímero como los días de navidad.  Tu cabello era largo y obscuro, generalmente lo peinabas hacía atrás, tus ojos hacían el contraste con tu piel, eran gris pálido, resaltaban por las noches cuál si fueras un gato, eso a veces me asustaba, sí, pero a la vez me embrutecía. Tus tardes eran de risas, caídas y ensueños, cuando mi ánimo me postraba en la ventana, solo te observaba desde lejos ansioso porque me regalaras una mirada. Llegabas de la escuela, un rato en tu casa y al caer la noche mi hermana te esperaba afuera de tu casa. Francamente no sé qué evento fortuito las reunió, Alicia era más pequeña que tú, sus juegos estaban empezando, los tuyos pronto terminarían, sin embargo, eran felices juntas; ella te invitaba a entrar, era mi cómplice en ocasiones, tú te negabas, pretextabas cualquier cosa y regresabas a tu casa. Me gustaba pensar que te apenabas tanto como yo.

Las niñas de la cuadra se juntaban todas las tardes frente al parque, bicicletas, patines y patinetas se escuchaban ya a las siete, todas listas para emprender nuevas travesuras, de nuevo, risas y perfumes joviales acompañaban tus tardes. En contadas ocasiones me disparaba hacía la calle deseando encontrarte, buscaba un momento a solas contigo, rara vez tenía suerte, y cuando por fin estábamos solos, la timidez se apoderaba de ambos, la primera vez, supe que era sentirse fracasado. Mis cómplices prepararon un encuentro fugaz entre tú y yo, cruzamos unas breves palabras, reímos de tonterías que nos afligían en la escuela, supe tu nombre y tú el mío, ese día, maravillosa tarde,  en la que tu sonrisa me sonrojaba, en la que mis manos parecían hechas de agua; nos quedamos un rato en silencio, ¿de qué más podíamos hablar? Tu padre gritó tu nombre, sobresaltada y nerviosa me besaste en la mejilla, un abrazo y adiós. Al verte partir, sentí que mi cara ardía, mi corazón me daba vuelcos por dentro, tuve que poner mis manos en el pecho, pensaba que saldría de mí. Ramiro y los otros, que nos observaban desde la otra calle, presurosos se acercaron, vitorearon, me abrazaban, gritaban eufóricos, silbidos, risas, lo único que hice fue mantener mi corazón dentro de mí. Pasaron tres o cuatro días antes de que mi sonrisa pudiera abandonar mis labios, tus ojos los tenía clavados en la memoria, tanta fue mi alegría que hasta olvidé salir a buscarte, hablarte de nuevo, quizá esta vez, yo abrazarte. Dios sabe por qué desapareciste, fueron uno o dos meses en los que no supe nada de ti, pasaba los días y las noches tras mi ventana esperando que aparecieras, Alicia tampoco sabía de ti, las luces de tu casa siempre estaban apagadas, el auto de tu padre lo veía salir a toda prisa por las mañanas y de ti…nada. No era que dejara de pensarte, pero, otras cosas fueron distrayendo mi juvenil mente. Salí una tarde de mi casa, ya sin ánimos de buscarte, frente a tu casa dejé caer-no intencionalmente-las monedas para comprar los encargos de mi madre. Te apareciste por fin, me paralicé, casi eras la misma, excepto por tu mirada, era ausente, triste, me congelaste, hiciste un gesto de rareza -algo fingida, por cierto- ni una palabra dejaste escapar. Me varé como un imbécil mientras te alejabas, todo era tan confuso, dos meses te cambiaron para siempre. Olvidando por completo las compras, corrí a casa, mi hermana estaba en su cuarto, abruptamente abrí la puerta y casi sin aire le pregunté por ti; asustada por el exabrupto, me sorprendió que Alicia parecía haberte olvidado, tu nombre le fue extraño, pero con detalles fue recordándote, y con medias palabras sólo me pudo decir los rumores que le habían llegado: -“Fulanita dice que le tocó la muerte y que desde ese día ensombreció-. Aún mas confundido, me encerré en mi cuarto, contemplé la quietud ya nocturna de la cuadra. Silencio durante algunos años, desde mi ventana, observo la sombra de lo que alguna vez fuiste. Y no termina…