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Desesperanza

Creo en un solo Dios,

(pero creo en todo lo que me presentan como divino)

Padre Todopoderoso,

(si fuera padre no entiendo por qué no me concede lo que pido)

Creador del cielo y de la tierra,

(ni siquiera estoy seguro de que haya cielo, o Tierra)

de todo lo visible y lo invisible.

(lo invisible es visible gracias al microscopio, así que no entiendo lo que digo aquí)

Creo en un solo Señor, Jesucristo,

(pero estoy preocupado porque no tengo dinero)

Hijo único de Dios,

(con razón Dios no resuelve mis problemas)

nacido del Padre antes de todos los siglos:

(esto no es consecuencia lógica de nada…)

Dios de Dios,

( esto no tiene sentido)

Luz de Luz,

(la luz es relativa, y no hay nada de malo en ello, para qué afirmarlo)

Dios verdadero de Dios verdadero,

(la verdad también es relativa y depende del contexto)

engendrado, no creado,

(yo también fui engendrado)

de la misma naturaleza del Padre,

(esto sólo se explica por trastornos de la personalidad)

por quien todo fue hecho;

(no, todo es hecho para beneficio del hombre)

que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo,

(salvarnos de qué, si de no ser por la violencia estamos mejor que nunca)

y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre;

(cómo puede Dios salvar al hombre siendo uno)

y por nuestra causa fue crucificado

(el dolor y la humillación no salvan de nada)

en tiempos de Poncio Pilato;

(eso no me consta, no encuentro registros históricos que me lo confirmen)

padeció y fue sepultado,

(si es Dios no tiene porque padecer)

y resucitó al tercer día, según las Escrituras,

(cuáles son las condiciones materiales que permiten una resurrección)

y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre;

(en el cielo, en caso de haberlo, hay placeres corporales)

y de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos,

(qué caso tiene juzgar a los muertos)

y su reino no tendrá fin.

(bueno si promete un reino es conveniente creer esto)

Creo en el Espíritu Santo,

(¿Hay espíritu?)

Señor y dador de vida,

(¡Ojalá algún día el hombre pueda dar vida!)

que procede del Padre y del Hijo,

( esto puede decirse de muchas maneras…)

que con el Padre y el Hijo recibe

(Si no creo en el espíritu, ¿cómo puedo creer en los demás)

una misma adoración y gloria,

(los adoro, pero cuando tengo problemas)

y que habló por los profetas.

(¿qué es un profeta?)

Creo en la Iglesia, que es una,
santa, católica y apostólica.

(ya no me es posible confiar en la iglesia)

Confieso que hay un solo Bautismo
para el perdón de los pecados.

(no estoy seguro de que haya perdón, y menos pecados que perdonar)

Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.

(la verdad no creo que pueda esperar algo)

Amén.

 

La carencia de fe es decir soy cristiano, pero no creer en Dios, en el alma y en que hay algo bueno que va más allá de las posibilidades propias de la inmediatez de la materia.

 

Maigo

Salud del alma.

Salud del alma.

¿Quién me dará descansar en ti? ¿Quién me dará que vengas a mi corazón y lo embriagues, para que olvide yo mis males y me abrace a mi único bien, que eres tú?
Agustín. Confesiones I, V.

Ausencia de Dios significa enfermedad en el alma, y ésta se aprecia en la miseria de los actos que lleva a cabo el enfermo. Quien no deja que Dios gobierne en su corazón actúa con miras hacia lo bueno, entendiendo por bueno lo que no necesariamente es lo mejor, pues la luz que lo guía para hacer determinadas cosas emana de la valoración extrema del poder del individuo, valoración que le impide ser consciente de sus propios límites.

El enfermo del alma, procura satisfacer al origen de la luz que guía sus actos, es decir, sólo se procura a sí mismo, de modo que no le importa contagiar a otros con la vileza de espíritu que le caracteriza, es incapaz de amar, y lo único que genera con sus actos es injusticia y la violencia que de ella se desprende.

Considerando que la violencia se genera en la miseria del alma, y que la violencia genera más violencia, tal parece que el único remedio para sanar a un conjunto de almas enfermas, como una comunidad asediada por el terror de las heridas abiertas, es la búsqueda de la divinidad abandonada, la cual parece del todo imposible cuando ya no existe la fe que sustente dicha búsqueda.

Por desgracia para nosotros, hombres sin fe, sólo Dios es tan misericordioso como para sanar a un alma enferma, es decir, sólo él es capaz de traer la miseria del corazón enfermo hacia su corazón mismo, y hacia el corazón de aquellos que han  sido tocados por la miseria de quien, enfermo, actúa afectando a los otros y a sí mismo. Sólo la presencia de Dios trae consigo el perdón que tanta falta hace a quien necesita perdonar, además de que impide que la miseria que vacía al corazón enfermo vacíe más corazones.

Por desgracia para nosotros, hombres sin fe, sólo la presencia de Dios sana a quienes actúan miserablemente y a quienes de manera dolorosa son tocados por la privación de Dios que impera en el corazón de quien hiere a los otros.

Por desgracia para nosotros, ahora no somos más que hombres sin fe…

 

Maigo.

Santos pecadores

Pocos, salvo aquellos que viven pendientes de la próxima canonización de Juan Pablo II, se preocupan por la distinción entre una religiosidad gobernada por el deseo de santidad y una que depende del culto, no sólo a las imágenes, sino a todo aquello que se limita en la acostumbrada realización de un rito.

El problema que trata Námaste Heptákis en su texto publicado el día de ayer, tiene una dimensión mayor que el hecho de distinguir entre una religiosidad noble y una gobernada por los símbolos. En buena medida me parece que señala hacia la pregunta por la necesidad de que una religiosidad llevada a cabo conforme a la revelación tenga santos o deseche a todo aquel que haya pecado alguna vez en su vida por no ser intachable.

Es cierto que el texto El oropel y lo santo señala la importancia de reconocer que la canonización es una forma de distinguir aquello que es noble en el terreno religioso, y si bien no aborda la importancia que tiene la santificación en el seno de una religiosidad que apela hacia lo revelado sí deja abierto este problema.

¿Qué hay tras la santificación? ¿Por qué es importante para la religiosidad revelada el señalamiento que se hace a lo noble?, para responder a estas preguntas, me parece que hay que atender a lo que el autor apunta cuando dice que  “Lo santo en su sentido primero sólo puede verse cuando hay experiencia religiosa”. Bella afirmación que aleja de la idea de la canonización de alguien el hecho de que esta signifique un icono más en los altares, al cual pueda rendírsele culto.

Al señalar que lo santo sólo puede verse cuando experiencia religiosa, el autor apunta a un aspecto fundamental de toda canonización, pensada ésta como el reconocimiento de lo noble, quien reconoce lo noble en algún sentido también debe serlo.

De lo que acabo de decir el lector pensará que sólo los santos reconocen lo santo en los demás de modo que una comunidad llena de pecadores se vería incapacitada para reconocer realmente a lo santo. No es eso lo que estoy diciendo, pues eso sería absurdo; sin embargo, lo que no es absurdo es que todo pecador con deseo de ver el rostro del Santo de Israel, sea capaz de reconocer lo difícil que es llevar al alma al crisol del arrepentimiento por todos los pecados cometidos -pues sólo son grandes pecadores quienes reconocen haber pecado y dejan de hacerlo-, y llenarla con el calor de la caridad que significa perdonar a quien la ha ofendido.

Si bien el deseo de santidad no hace a los santos de la noche a mañana, sí puede ayudar a reconocer en las vidas de aquellos que se han arrepentido de sus pecados y se han dejado gobernar por la caridad, el esfuerzo sobrehumano que significa el perdón y el amor a todos los hombres. Este mismo deseo, es el que justifica a la canonización, pues con un real reconocimiento de lo noble, es decir, con un reconocimiento que vaya más allá de colocar un ícono más en los altares, la religiosidad revelada de la que habla el texto arriba señalado se renueva, pues renueva la esperanza del buen religioso en su búsqueda constante de la santidad.

El oropel y lo santo

¿Qué es esto, Dios Mío?

¿En tan peligrosa vida hemos de vivir?

Santa Teresa de Jesús

A varios ha sorprendido la rapidez del proceso de santificación de Juan Pablo II. Los más sorprendidos, sin duda, son los que no ven en el futuro santo rastro alguno de santidad: aquí y allá lo acusan de proteger pederastas (Marcial Maciel), de solapar movimientos sociales subversivos (movimiento de Solidaridad en Polonia), de sostener posiciones políticas conservadoras (oposición al uso del condón e indiferencia a la pandemia del VIH, oposición al aborto); en suma, ven en él a un hombre más, con los mismos errores de todos los hombres, tan imperfecto como cada uno de nosotros. Y qué bueno que así lo vean, porque sería esencialmente profano sostener que los santos, los hombres tocados por la santidad, siempre fueron hombres intachables. Sabemos por la pluma de San Agustín que él fue un gran pecador; sabemos por confesión de Santa Teresa de Jesús que ella fue una gran pecadora; debería ser necesario que Juan Pablo II hubiese sido un gran pecador, y que precisamente por eso pueda ser santo.

         No se confunda lo que digo con lo que no quiero decir, pues de ninguna manera ando jugando al maniqueo que afirma al camino del pecado como el camino de la santidad, de ser así nuestro santo mundo no tendría problemas en reconocer la santidad de lo santo. Como lo pienso aquí, lo santo es una categoría de lo noble, lo noble en una sociedad religiosa. Para reconocer lo santo el requisito será la experiencia religiosa. Veámoslo en un pasaje clásico: Éxodo 32, Moisés baja del monte Sinaí con las tablas de la ley y descubre a su pueblo en la adoración de un becerro de oro. Ahí están presentes dos modos distintos de vivir la religión: por un lado está el Moisés de la Teofanía, aquel que escucha las palabras de la ley y centra su vida religiosa en la Revelación; y por otro está el pueblo judío para el que la ausencia visible de Moisés le origina la duda de su propia actividad religiosa y por tanto le hace nacer el deseo de un nuevo símbolo religioso; es decir, se contrapone la religión revelada con la religión de culto, las palabras divinas que se escuchan frente a los símbolos sagrados que se ven. El modo en que los adoradores del becerro de oro llevan su vida religiosa es ajeno a la experiencia religiosa, pues la religión se reduce al cumplimiento del culto; en cambio, Moisés nos deja ver la experiencia religiosa: la vivencia personal de la revelación divina. Lo santo en su sentido primero sólo puede verse cuando hay experiencia religiosa. Por ello los santos fueron pecadores, porque sus nobles vidas fueron tocadas por esa noble experiencia –dicen que casi sobrehumana- conocida como caridad, amar a quien nos ofende. Reconocer nobleza en la caridad es imposible mientras lo noble siga siendo el oro.

Námaste Heptákis

Ejecutómetro 2011: 3884 ejecutados hasta el 22 de abril.

Coletilla: ¿En verdad cree el gobernador Adame que podemos creer en una declaración obtenida bajo tortura? Sería como un gobierno criminal volviendo criminales a sus gobernados.

Fe ciega…

Estas son las mañanitas que cantaba el Rey David.

 

La confianza es algo que no deja de extrañarme, pues en ella se conjuntan el conocimiento y la esperanza. Podríamos decir que confiar en algo o en alguien es esperar tranquilamente a que sucedan determinadas cosas, determinación que da la naturaleza de aquello en lo que se confía. Por ejemplo, absurdo sería confiar en la palabra de un mentiroso o en la valía de un cobarde para defender a una ciudad, absurdo sería confiar en un perfecto desconocido algo tan valioso como la vida misma.

Sin embargo en ocasiones vemos que absurdos así se hacen presentes en muchos momentos de nuestra vida, como si la vida misma fuera una cadena de absurdos que de no realizarse nos costarían muy caros. En algunas ocasiones decidimos confiar algo valioso a un ser que suele mostrarse como el menos digno de confianza para cuidar de aquello que le conferimos y, para sorpresa de muchos, cuida bien de lo encargado. También ocurre lo contrario, que confiamos en alguien que se muestra digno de nuestra confianza absoluta, y cuando le conferimos algo falla en su cuidado, lo que nos deja con la tristeza que acompaña a la decepción.

Pero, si confiar en algo medianamente conocido es extraño, confiar en algo que no se ha presentado nunca, es algo que me parece todavía más extraño. Estoy pensando en la confianza ciega con la que muchos suelen identificar a la fe. Cosa extraña que no veo pero de la que sí oigo, si hay algún sentido que tenga algo que ver en esta confianza ciega, es el oído. Pues ahora se cree en lo que se escucha, no en lo que se ve.

Me parece que un buen ejemplo de esa fe ciega, pero no sorda es David. Pero no el viejo David cantante y bailarín que recibe en su casa el arca de la Alianza, tampoco estoy pensando en ese David envidioso que es capaz de mandar al matadero a quien fuera su mejor amigo para conseguir los amores de una mujer; más bien estoy pensando en un David que aún no es rey, sino un muchacho.

Veamos con algo de detalle este pasaje tan conocido de la vida del joven David, un pastorcillo que cuidaba el rebaño de su padre y que debía obediencia a sus seis hermanos mayores, confiado en la palabra que le había dado un hombre viejo y hasta cierto punto sólo conocido de oídas, quien a su vez conocía a Dios gracias al oído.

¡Qué difícil debió ser el encuentro de David con Goliat!, un muchacho que sólo tenía piedras y una honda como arma, contra un soldado bien entrenado y bien armado. En ese momento la vista se mostraba contraria al oído y David, joven y descobijado, tuvo que elegir entre escuchar y ver.

Todos sabemos cómo acabó la historia, al decidir escuchar, el joven David colocó la piedra angular de la nueva fe, fe por el oído y la palabra y no por la vista y lo que se muestra evidente en todo momento y lugar.

¡Ay de nosotros! Nuestra incredulidad nos ha ido dejando sin sentidos en los cuales podamos confiar, y de tener alguna fe en algo, esta es mucho más ciega que aquella que llevó a David a enfrentarse contra Goliat sin tener posibilidad alguna de ganar.

Maigoalida

Según se nos ha dicho desde siempre, existe un Dios. Sin embargo, yo preguntaría: ¿cómo tienen la certeza para poder aseverar dicha respuesta, afirmativamente?

La relación del hombre con Dios siempre se ha tenido con la religión como intermediaria –cosa que me parece casi risible pues la relación con la Divinidad, tendría más legitimidad al practicarse personalmente, sobre todo si poseemos esa concepción del Dios como Padre bondadoso–. Claro que la religión es una cosa extrañísima, está fundamentada en cuestiones que no me persuade que aceptaríamos para justificar cualquier otra cosa, pero ésta siempre ha tenido un lugar especial y abarcante en la vida de todos –independientemente de si así lo queremos o no–. Creo que en algún momento el antiguo primo del vecino del cuñado de un conocido de un amigo dijo que medio supo de un dato o un acontecimiento casi evidente que probaba la existencia de Dios, lo contó a alguien más y ese a otro más, se difundió y con esa credibilidad que le dieron se originó la creencia en la divinidad –sin importar de cuál hablamos, pues todas las creencias de esta clase tienen un génesis más que menos similar–, sumándole el tiempo, ya que muchas cosas viejas tienen relación estrecha con la verdad, como en un principio de antigüedad o algo así. Otra de las cosas con que se ha intentado fundamentar la existencia de Dios es con aquél texto que ha sido denominado la Palabra de Dios, el texto sagrado, sólo que todos los vestigios de lugares, personajes importantes, datos, acontecimientos y demás se sostienen sólo dentro de las mismas escrituras, obedeciendo a la historia allí desarrollada; por lo que al intentar explicarlos o empatarlos con la Historia, como hechos históricos, tienen diferente referencia o un cuento algo cambiado del sostenido por la Divinidad. También está el sustento generacional, el que dice que Dios existe porque los padres lo dijeron, y a ellos sus padres y a ellos sus padres y así por muchos años, esta es una verdad como la que decíamos de tiempo, al ser viejo se presume que reflejará una verdad por haber tenido más cercanía a lo que se dice.

Y también está el sostén de la existencia de Dios más aceptado y afamado de todos: la fe. Prueba factible para sostener su existencia. Ésta es una de las virtudes teologales –según el catolicismo– un hábito que Dios ha entremetido en nuestra misma voluntad o en nuestras acciones para dirigir al hombre hacia él. La fe es la plena convicción de que algo existe sin la necesidad de pruebas lógicas o empíricas que lo demuestren, la creencia sin más. Existe Dios porque creo que en realidad existe, no se necesita que alguien lo compruebe sino que sólo creo y de este modo,  existe. Salta a la vista el problema, ¿las cosas cobran existencia por el simple hecho de creer en ellas? –problema que ha tomado presas a las más grandes mentes y ha ocupado a muchos de los más ilustres pensadores. La respuesta es sumamente complicada y lo que implica más difícil aún, osaré en bosquejar vagamente una respuesta, obedeciendo a lo desarrollado en el texto– Quizá sí para el sujeto que las piensa, alegando su veracidad con base en sus pensamientos, pero eso parece limitarse a ser una construcción solipsista –construcción del mundo a partir de(l) yo– y con ello, no puede creer que una mera invención pueda trascender su propia existencia, cancelando cosas como el más allá o una “vida” luego de la muerte pues no habría tal sino imaginariamente y mientras el sujeto que les dé existencia esté en posibilidad de dársela –cosa rara, la cotidianeidad nos dice que primero existe algo y luego se cree (o sabe) de él, pero en cuestiones de fe divina primero se cree en él y luego (o justamente por eso) existe–. Todo esto me lleva a pensar que la fe no alcanza para justificar la existencia de Dios, pues la fe al ser sólo una actitud o una fuerza de voluntad que cree –además tornarse como algo dudoso o endeble en demasía– de igual manera puede fundamentar la existencia del opuesto exacto de Dios, la fe sin miramientos puede sostener antónimos, incluso al mismo tiempo –quizá no al mismo tiempo en el mismo sujeto, de ser así éste sería un incongruente o un tonto o ambos–.

Villoro dice que “la fe es la apuesta por el sentido de mundo” –no especifica la fe en qué exactamente, rodeando sus escritos se puede decir que la Divinidad sí es la referencia – Yo digo que qué afán el nuestro ese de buscar algo superior y mistérico a la ínfima vida del hombre, creo que la necedad por buscar algo más allá de lo que nuestros sentidos nos dictan nos ha orillado a creer ya no en lo increíble sino en lo inverosímil; creo que incluso el encontrar en la fe por la Divinidad el sentido a lo humano, manifestaría una especie de demeritación o subestimación de lo propio. Al fin hombres, nosotros y nuestros intentos fallidos por darle una explicación “racional” a todo, hasta a aquello que nos exenta. Acepto que mucho de lo que tenemos por cierto ha partido de supuestos, pues todo al final tiene que sustentarse en algo sea probatorio o no, no se puede poner todo en epojé pues jamás se llegaría a nada –aunque a lo que se llegue sea resultado del supuesto con el que se principió y las cosas sólo tengan validez apelando al primer supuesto–. Por este camino iría uno de los razonamientos de la existencia de la Divinidad, pues si la ponemos en principio como algo ajeno a la capacidad de aprehensión o como simplemente lo inefable, se cancela prontamente la búsqueda o la llana posibilidad de mentarlo, una especie de conformismo respecto a la pregunta o la duda por lo que no se tiene próximo o mínimamente alcanzable.

Dicen que después de todo, hablar de Dios ya es una aceptación; pero creo que hablar de Dios para poner en duda su existencia, ya es otra cosa.

 La cigarra