Y sereis como dioses.
Gén. 3,5.
La relación del hombre con la divinidad tiene como punto de partida la idea de ser algo creado por la acción de ésta, ya sea voluntaria, como en el caso del Génesis judeocristiano, o involuntaria, como ocurre con la acción de Brahma; al ser voluntaria la creación del hombre resulta que tenemos a una divinidad que se preocupa en algún sentido por su creación, la procura y la castiga según lo que ésta haga, al no ser voluntaria, la divinidad más bien pareciera indiferente ante lo ocurre con los efectos de su actuar constante y eterno.
Pero, sin importar que la creación sea el resultado de un deseo o de una acción involuntaria, la relación establecida entre el hombre y su creador siempre deja a la vista la jerarquía que hay entre uno y otro, el creador es poderoso y si bien en muchos casos no es omnipotente sí es mucho más fuerte que el hombre, el cual se caracteriza por su fragilidad en comparación con lo que puede hacer aquel.
A simple vista esta jerarquía marca la diferencia entre los que son más poderosos y los que son más frágiles, de modo que puede conducirnos a pensar la relación entre el hombre y la divinidad como una relación de sometimiento, donde el hombre se ve en la necesidad de mantener contentos a dioses caprichosos, como los más injustos de los tiranos, a fin de no ser destruido, y donde los representantes de esos dioses pueden abusar tranquilamente de aquellos que los necesitan como mediadores entre ellos y la divinidad.
Sin embargo, quedarnos con un vistazo rápido y lejano de lo que implica la relación del hombre con lo divino, no nos sirve de mucho cuando pretendemos entender en alguna medida lo que ocurre dentro de esta relación, por lo cual hemos de aproximarnos más a la misma y quizá hasta sumergirnos en ella, con el anhelo de no perdernos en medio de un laberinto tan intrincado como el diseñado por Dédalo.
Así pues, acercándonos un poco más a la relación que establece el hombre con la divinidad, nos encontramos con que ésta no necesariamente es una relación de sometimiento, en la cual el hombre se priva de hacer todo lo que le viene en gana por temor al castigo, tampoco es una relación en la cual lo importante es cumplir con determinados ritos para mantener contentos a los dioses, o por lo menos lograr que estos no se lleguen a molestar con nosotros. La relación del hombre con la divinidad, que no se queda en lo que se alcanza a ver desde la superficie, la podemos pensar como el resultado de lo que podríamos llamar conocimiento de sí, es decir, la relación hombre-divinidad depende en gran medida de la capacidad del primero para sumergirse en una reflexión sobre lo que él mismo es.
Veamos con más detenimiento en qué consiste ese conocimiento de sí, pues si pensamos nuevamente en que el punto de partida de la relación del hombre con la divinidad es pensarse a sí mismo como un ser creado, ya sea voluntaria o involuntariamente, notamos que el hombre se reconoce como un ser limitado, porque se percata de su fragilidad ante un mundo que constantemente se muestra hostil, y al ver esa fragilidad también ve las carencias que le impedirían hacerse responsable por determinados sucesos, ya sea que estos ocurran en su interior o en el mundo que le rodea, es decir, encuentra límites naturales a su voluntad y a su actuar diario; sin embargo, cuando el hombre busca conocerse a sí mismo, no sólo acepta sus limitantes y lleva esta aceptación a dejar todo en manos de la divinidad, también nota sus posibilidades, es decir, ve que a pesar de ser frágil puede modificar algunas cosas para estar mejor en el mundo y que a pesar de sus carencias aún quedan sucesos por los cuales sí puede asumir la responsabilidad de lo que hace y lo que ocurre con lo que hace. En resumen cuando el hombre se encuentra consigo mismo acepta que es al mismo tiempo un ser de posibilidad y un ser limitado.
Al ser posibilidad, el hombre encuentra que puede actuar y cambiar mediante el artificio algunas de las cosas que le rodean, a fin de sentirse mejor en el mundo, esos cambios sobre lo que le rodea, lo llevan a convertirse él mismo en un ser creador, que si bien no es tan poderoso como aquellos dioses que lo crearon, al menos resulta, en algún sentido, más poderoso que lo que ha creado, pues lo creado por el hombre es controlado por el hombre, ya sea para bien o para mal.
Al verse a sí mismo como un ser creador, la relación del hombre con la divinidad se torna más dinámica, pues no sólo se queda en el reconocimiento de los dioses como seres más poderosos que él, porque el hombre puede llegar a pensar en la semejanza que hay entre su hacer y el de sus creadores, de modo que su vida puede ser conducida por tres caminos muy diferentes, uno por ventura nos sacaría del laberinto de Minos, otro podría dejarnos perdidos para siempre y el último quizá nos conduzca a sucumbir ante el Minotauro.
El primer camino, podríamos dibujarlo pensando en el modo de ser de los hombres que lo recorren, aquí podríamos encontrar aquellos seres que al pensar en sí mismos como seres creados y creadores al mismo tiempo, se encuentran con varias semejanzas entre ellos y los dioses que rigen su vida, pero al ver tales no dejan de apreciar las diferencias que hay entre la divinidad y ellos, de modo que no pierden conciencia de sus límites, ni de sus posibilidades, esto los conduce a actuar de tal manera que sus actos muestren en todo momento la jerarquía que tienen los dioses respecto a los hombres, la cual es natural y deja ver a los hombres en todo momento cuál es su lugar y su papel en el mundo. En cierto modo podríamos decir que estos hombres se sienten ubicados en el mundo porque reconocen que les corresponde un lugar natural dentro de un cosmos ordenado, lugar conforme al cual se ha de actuar diariamente. Este primer camino sería el camino del piadoso.
Por otro lado, encontramos un camino que más bien se aleja de la primera vía, y dibujándolo nuevamente a partir de lo que nos dejan ver aquellos que lo recorren nos encontramos con que éste lo recorren aquellos hombres que al buscar conocerse a sí mismos encuentran las grandes semejanzas que hay entre ellos como creadores y la divinidad que los creó, sin que al ver tales semejanzas aprecien las diferencias que hay entre el hombre y la divinidad, al no ver las diferencias es muy fácil que el hombre pierda de vista la jerarquía que tienen los dioses respecto a él, de modo que llegue a sentirse como un dios un más; cuando esto ocurre, ya no cabe hablar de un lugar para el hombre, pues ahora puede ocuparlos todos al verse simplemente como posibilidad, al ya no haber lugares naturales en los cuales se desenvuelva éste, no queda de otra más que hablar de un mundo que se caracteriza por el desorden, y quizá sólo quede hablar de un mundo infinito, tanto como las múltiples posibilidades del hombre; sin un lugar, nada dice al hombre dónde se encuentra o cómo ha de actuar, pues tiene infinitas posibilidades a elegir, y entre las cuales perderse. Este sería el camino de los soberbios.
Y por último queda describir una vía, que se caracteriza por la idea del hombre como un ser creado e incapaz de crear algo, es decir, parte de la idea de que el hombre es un ser puramente limitado y completamente dependiente de la divinidad, en este modo de relacionarse con lo divino, si bien se reconoce la presencia de una jerarquía, ésta resulta tan pesada que aunque el hombre posea un lugar natural éste se queda condenado a la inactividad, de modo que nunca será responsable por sus actos. Este es como el camino de los muertos que son conducidos por Caronte, ninguno elige ser llevado a un lugar determinado, nada más se dejan conducir y arrastrar por las aguas.
Así pues apreciamos cuan compleja llega a ser la relación del hombre con la divinidad, pues aún cuando se acepte o rechace la presencia de la misma, la manera como el hombre se ha de relacionar con los dioses depende del conocimiento que tenga de sí mismo como un ser que es posibilidad al tiempo que es limitado.
Maigo.