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La Mueca del Débil

Algunas veces no se tienen las fuerzas para decir lo que se tiene que decir. Podemos estar de frente, viendo a la persona que nos escucha, y estamos hablando de montones de cosas que teníamos ocurridas desde hacía tiempo, e improvisando otras cuántas como para asegurar que el lugar quede bien retacado de nuestra voz y no se escuche el eco que dejan los huecos, y en el fondo tenemos esperando en la fila lo que de verdad queremos hablar. Curiosa fila ésta, a la que dejamos que se meta cuanta cosa quiera sin que el pobre tema espinoso pueda hallar cabida. Y sabemos que lo que nos falta es la fuerza porque estamos seguros de que lo queremos decir, y aún así no lo hacemos.

¿Qué tienen de fuerza las palabras? Nosotros somos en alguna medida su fuerza, por eso sabemos que lo que queremos tratar es más penoso que lo que estamos dispuestos a soportar.  Son veces en que somos débiles para hablar de frente, como si temiéramos lo que nosotros mismos somos capaces de hacer con la voz. La palabra puede hacernos sentir muy pequeños. Respetamos y tememos lo que se dice seriamente, y nadie saludable duda del peso del juicio severo, o del animoso espíritu de una cándida felicitación. La fortaleza no es cosa de los músculos, que hay quienes son flacuchos y briosos, así como hay también grandulones y timoratos. Y con los brazos trabados y los puños apretados cerramos los ojos habiendo tomado una honda bocanada, y como si estuviéramos por saltar del trampolín del clavadista, nos disponemos a hablar… y muchas veces de todas formas no decimos nada.

¿De dónde que se nos apague el ímpetu? Más bien lo dejamos encendido pero bien adentro de nuestro horno de grueso ladrillo. ¡Valiente ímpetu entonces, que nada impulsa suficientemente! Lo que es verdad lo será igualmente si es dicho y si es callado, pero parece que queremos que las cosas permanezcan como cuando nadie sabía cómo eran. ¿Y no es de lo más estúpido y dañino eso? Las malas noticias pesan como si nos sintiéramos culpables de sus perjuicios, y las conversaciones dolorosas nos dejan el sabor de haber sido torturadores nosotros mismos; aun cuando sea muchas veces bien visible que tales malestares están infundados. Todo mundo sabe que hay sufrimientos necesarios, pesares dignos y dolores que fortalecen. El hecho es que saber todas estas cosas muchas veces no basta.

Así como no podemos fingir juventud a los 70, es igualmente ridícula la ficción del débil que oculta lo que se debe hablar. Muchas veces decimos que «nos mentimos a nosotros mismos», pero eso no es posible. Sabemos que lo que pensamos somos nosotros mismos, pero del temor por hacerlo manifiesto nos volvemos dramaturgos y actores de nuestras escenas. Parece que nos mentimos porque la trama nos obliga a hacer como si nada hubiera cambiado, y es necesidad que lo que antes estuvo bien continúe viéndose así en favor de nuestra mueca; pero es insípido nuestro montaje porque no queremos la escena, queremos la vida. La carencia aquí no es nimia, falta esa gran fortaleza que se requiere para aceptar que lo que hay que decir es igual que lo que son las cosas, y que al mal tiempo habrá que darle la cara. Es necio quien cree que salva lo perdido fingiéndolo. Una sonrisa no es la forma del rostro, es el rostro mismo del hombre alegre. Este dichoso no tiene una sonrisa, él es sonriente. La boca que levanta por los lados del débil que no dice lo que tiene que decir, es sólo una mueca.

Sensatez de la palabra

Casi cualquier lector de Aristóteles conoce los inconvenientes de cambiar las reglas y las leyes con frecuencia; ese mismo lector, seguramente, también sabe que no es del todo bueno relegar las revisiones a la legislación al punto que se anquilosen y ridiculicen. De alguna u otra manera, el secreto del arte de legislar tiene el rostro de la sensatez. Más o menos en el mismo tenor es asunto de sensatez nuestra relación con la ley y las buenas costumbres. Los sensatos no necesitan leyes, pero son buenos legisladores porque se dan cuenta de la necesidad de las leyes. Las leyes son necesarias, porque no todos son lo suficientemente sensatos.

Así como las leyes de una sociedad, la Gramática, el Diccionario y la Ortografía, deberían ser producto de los sensatos de la palabra, de quienes de una u otra manera pueden hablar sensatamente por el valor mismo de la palabra, porque el acto de hablar es bueno, es decir kalós, por tanto bello. Cuando se vuelve necesario defender la belleza de la palabra, nos encontramos en una situación semejante a cuando se debe defender la actuación sensata: cuando nos hemos vuelto desdichados, cuando hemos perdido totalmente la perspectiva del buen vivir.

Mayor problema que la insensatez y la desdicha será pensar en quienes siguen las leyes sin siquiera saber que eso es preferible, pues son como esos eruditos que relativizan todo concepto, lo reducen a visiones del mundo y señalan aquí y allá círculos de la comprensión que cancelan la evidencia de la propia vida. Ellos, ni pueden, ni quieren, vivir bien: ¿serán acaso como el infeliz Schopenhauer celoso del amor ajeno?

Námaste Heptákis

Palabras al vacío

 

Bendito sea el hombre que no teniendo nada que decir, se abstiene de demostrárnoslo con sus palabras.

Thomas S. Eliot

En algún momento escuché sobre la posibilidad de dirigir algunas palabras al vacío. En ese instante me vinieron varias imágenes a la cabeza, pero ninguna me ayudó a concebir lo que sería hacer esto, pues para lograr tal cosa yo misma tendría que hablar desde el vacío, lo cual supondría que éste dejara de ser lo que es, a menos que yo misma estuviera vacía. Pero si esto ocurre, entonces no tendría nada que decir, por lo que hablarle al vacío y callar serían exactamente lo mismo.

Neceando un tanto con que existe la posibilidad de dirigir palabras al vacío, me concedo el permiso de hacer de éste un escucha y de hacer de mí un hablante que no está vacío y que algo tiene que decirle al vacío.

Lo primero que noto al dirigirme a mi escucha es que no hay necesidad de ordenar mi discurso. El orden es necesario cuando hay posibilidad de confusiones, y éstas sólo son posibles en medio de un pleno. En el vacío que me escucha lo único que hay es lo que digo.

Otra cosa que no puedo dejar de notar es que no hay necesidad de cuidarme de observadores curiosos que pretendan ver lo que sólo mostraría al vacío que ahora me escucha, que como tal es perfecto para que le revele, sin importar el orden, aquellos secretos que son tan terribles que ni a mi me revelaría. Esto demuestra que al hablar al vacío no hay necesidad de distinguir entre aquello que es publicable y lo que sólo pertenece a la intimidad del hablante.

Cuando me veo tratando de ordenar un discurso que será dirigido al vacío, pues sólo puedo pensar discursivamente, me doy cuenta de lo absurdo que es lanzar palabras a esa extraña idea, pues aún cuando al hablar parece que lanzo inútilmente una perorata sobre la que no tendré respuesta de otro, no puedo deshacerme de mí que como hablante y escucha acabo por atesorar las palabras que he pronunciado ya y que en ocasiones me dicen aquello que no quería escuchar.

 

Maigoalida

 

Palabrerismos

Para concluir con lo acordado ya hace tres entradas, esta ocasión intentaré abundar en el problema de la verdad como palabra. Aclaro que en este escrito entenderé por palabra, a propósito de verdad, no sólo aquellos segmentos fonéticos ligados por el acento, el significado y las pausas potenciales de un discurso textual sino, al tiempo, los mismos elementos orales. Creo que esta cuestión será la más complicada de las que he pretendido abordar por los miles de problemas que se le atañen de facto al lenguaje mismo –pensaba en arbitrariedad y convencionalidad– de modo que decir de verdad por medio de la palabra es ya un asunto penoso.

Cercando esta verdad, aventuraría a sostener que es otro tipo de convención, ahora entre lo que se mienta en el habla y lo que se tiene en el pensamiento acerca de. Por lo que en sentido estricto el problema debe ir más allá de las palabras y se deberá concentrar también en si lo que se tiene en el pensamiento es verdadero –o en qué sentido lo es, con base en qué exactamente– y qué tan marcado es el trecho entre lo pensado y lo dicho. Siendo así, los problemas son notorios, ensayaré a continuación anotar los más.

  1. La verdad debe ser anunciada.  Al ser una verdad con relación  explícita a la divulgación –en tanto palabra– de, presupone de facto ésta misma necesidad. Todo lo que se halle en el simple pensamiento, por más que sea verdadero acorde con otras teorías no podrá ser dicho verdad sino hasta que sea expresado. La verdad puede –debe incluso– proferirse. No existe la verdad inalcanzable mediante la palabra, no hay lo indecible. La verdad se dice, y esto se hace sin más. Para esta teoría, quién sabe si lo que no se dice -lo que no puede ser dicho, pues- sea verdadero o sea, sencillamente.
  2. La verdad dicha en concordancia a lo pensado. La verdad parece inclinarse más del lado de empate entre el pensamiento y lo que se dice de él, que de la adecuación de las cosas reales –comprobables con el hecho mismo– con lo dicho o lo pensando incluso. De ser así, puede tergiversarse a grado tal, de tener por cierto sólo aquellos enunciados correctamente conjugados y que se sostengan con base en una premisa o en un conjunto coherente de éstas.  
  3. Palabras como posibilidad de agotar la descripción de la cosa. En otras palabras, el ya mencionado trecho entre lo que se concibe en el interior del sujeto y lo dicho. Me parece que se tiene por cierto que lo que se comunique de cualquier cosa da cuenta cabal e idénticamente de esa cosa. No es que esté en desacuerdo con dicha postura, pero habríamos de pensarle un poco más a esta visión, pues el lenguaje natural con sus muchas “interpretaciones”, “posibilidades”, “tropos” y demás cosas por el estilo, puede tornarse voluble, contingente y azaroso –aunque claro que la realidad misma se encuentra a veces así–. Además se tenía que aceptar comunidad entre los parlantes, como condición de posibilidad de esta clase de verdad. 
  4. Equiparación del contenido con lo mentado. Ya que se sabe que la verdad se dice, parece aceptarse la postura de que lo dicho remite a algo y a algo verdadero. Creo que esta teoría de la verdad soslaya el asunto de la mentira o la falsedad.

Los problemas de esta verdad quizá rebasen lo aquí anotado, simplemente se debe primero atender a los problemas del lenguaje mismo. No me persuade que la verdad pueda ser dicha de este modo, es decir –a diferencia de lo verdadero– que pueda ser dicha. La Verdad,  no como petición de principio sino como certeza apodíctica, no se agota con la sola palabra en cualesquiera de las virtudes de ésta.

Concluyo, con esta entrada, mi cándida –pero osada– investigación de la verdad o lo verdadero. No pretendí jamás agotar el tema, eso sería titánico y casi inhumano, sólo quise formular claros y más férreamente apetecí generar preguntas. Ahora sí, aclarados pero dubitativos continuemos la intrincada senda que nos habrá de llevar, si la Diosa así lo quiere, a la región divina  de la Verdad.

La cigarra

SILENCIO Y ABURRIMIENTO.

Hay ciertos fenómenos anímicos ante los cuales la palabra parece enmudecer, mientras más tratamos de enunciar algo respecto a los mismos notamos que nos quedamos insatisfechos, y esa insatisfacción nos puede conducir a desconfiar en la palabra y a actuar como ciertos individuos extremistas y limitarnos a ir por el mundo sólo señalando con el dedo lo que pretendemos mostrar a los demás.

Una de esas experiencias es el aburrimiento y al reflexionar sobre cómo hablar respecto a éste me parece que se mostrará con claridad si se justifica en algo la desconfianza en la palabra que muestran aquellos que deciden callar, o que peor aún deciden hablar sin el menor cuidado de lo que dicen.

Lo primero que podemos notar al pensar en el aburrimiento es sobre éste se puede decir mucho, y todo discurso en torno al mismo puede expresar lo que él es de dos maneras:

Una, atendiendo al modo de presentarse de ese estado anímico, reflexionando en torno a la inmovilidad en la que parece sumergirse el alma, pues quien está aburrido se ve a sí mismo sin deseo de moverse hacia algún lado, carente de apetito alguno; pero ¿cómo hablar sobre una carencia, cómo definirla?, parece que para hablar sobre algo así exige a quien articula un discurso respecto a la misma la capacidad para hablar sobre lo contrario, así pues un discurso sobre el aburrimiento, tendría que empezar por señalar lo que no es éste, es decir atender al movimiento que realiza el alma una vez que encuentra algo que la estimula, es decir, algo que la empuja a hacer algo, pero, hacer tal cosa trasforma el discurso sobre el discurso sobre el aburrimiento en un discurso sobre lo contrario, a menos que quien discurre sobre un asunto como el aburrimiento tenga la capacidad para hablar sobre el no-ser.

La otra manera de hablar sobre el asunto que hoy me ocupa, atiende a la posibilidad de que el discurso en torno al aburrimiento pueda conducir al alma a experimentar aquello de lo que se habla, es decir articulando un discurso sobre el aburrimiento que si bien no habla con claridad y precisión de lo que pretende sea lo suficientemente aburrido como para que aquel que lo escuche sepa con claridad lo que éste es mediante la experiencia y no mediante la palabra, pues en cuanto el alma es sumergida en la inmovilidad que implica el aburrimiento deja de sentirse llamada a prestar atención a lo que está diciendo el discurso. Considerar que ésta es la mejor manera de mostrar qué es el aburrimiento implica que hay cosas que la palabra no alcanza a decir, pero que los límites con los que se encuentra la misma no le impiden abrir la puerta para que veamos lo que algo es mediante la experiencia.

Así pues, por muy difícil que resulte hablar sobre algún asunto, tal y como sucede cuando se trata de hablar sobre el aburrimiento, no es válido cerrar completamente la puerta a la palabra, pues si bien ésta fracasa al tratar de enunciar aquello sobre lo que pretende hablar, puede llevar a quien la escucha a experimentar aquello sobre lo que se habla.

Maigo.

Obscuro Olvido

Por A. Cortés:

Es muy importante escribir tan bien como se habla y es de igual importancia, hablar bien. Esto si se quiere ser escuchado con atención, al menos. Sobre lo que decimos, podemos hablar de cuatro maneras fundamentalmente: la manera cuidadosa, la que se hace con descuido, alguna que se halla en el medio de estas dos y, finalmente, una de género único y distitno: la que existe sin necesidad alguna de consideración sobre el cuidado. Parecerá muy extraña la cuarta clasificación al principio, sin embargo, es quizá la que los lectores más apreciamos en cuanto la encontramos.

Me explico. Hay varias implicaciones en la forma en la que se dicen las cosas, apartadas del contenido del discurso. Normalmente al charlar reconocemos que algunas nociones son más apegadas a nuestra experiencia que otras, muchas cosas las hemos escuchado ya y tenemos formada alguna opinión a su respecto; mientras más se asemeje el discurso a lo que admitimos como real y que es más cercano a nuestra vida cotidiana, más fácilmente se nos hace ver qué es lo que alude nuestro interlocutor y, obviamente, es más sencillo que nos veamos persuadidos por el argumento –si no concordábamos con él desde el principio-. Ahora, admitido esto, podemos ver con facilidad que el artífice de discursos tiene que enfrentar en cada ocasión una pequeña liza estratégica: mientras más arduo le parezca que el lector vaya a acceder y a conceder razón de lo que se le dice, con mayor cuidado tratará sus palabras para hacerlas susceptibles de admisión. Es un principio básico de retórica éste de conocer la relación entre el público y el tema que se hace público. De este modo, decimos que quien prepara lo que habla se ocupa de esclarecer lo que quiere dar a entender.

Debido a eso, la correspondencia que encontramos entre lo aludido por el discurso, la manera en que se presenta y la forma en que se estructuran sus partes, nos ayuda a apuntar hacia la relación que tendrá él con la inmediatez de nuestra experiencia mundana. A mayor obscuridad en lo dicho, mayor distancia encontraremos entre ello y nuestra vida; y valga del modo contrario también. Por esto, para quien hace un discurso, es mucho más fácil ordenarlo para ser claro cuando dice lo más evidente y obvio.

Por ello que no nos extrañe que lo más claro a lo que podemos acceder sean aquellas ideas indiscutibles que, por su misma naturaleza, no demandan del hablante preocupación por el cuidado que pone en sus palabras más allá del necesario para dar cuenta de algo. En estas ocasiones hasta parecería que el discurso se cuida solo. Por ello es completamente claro que las cosas verdaderas y mejores son por naturaleza las más persuasivas. En efecto, es más sencillo para el orador persuadir a su auditorio de que existe el Cielo que de la presencia de muchos universos.

Si pensamos entonces en qué cosa será el objetivo de quien comunica algo mediante el discurso, nos veremos impelidos a deducir en un primer momento que, sea cual sea este fin, su consolidación dependerá de que por su uso de la palabra el orador sea capaz de persuadir a su auditorio. Después de que este requerimiento se cumple, entonces ya conseguimos ver la meta sucediéndole, que podemos situar en el logro efectivo de una relación comunicativa con el otro. De ese modo, la excelencia del hablante en cuanto hablante se verá en relación con su capacidad de hacer discursos propensos de ser sopesados según lo que alberguen de verdadero, pues esto es lo que da paso a que se establezca la comunicación.

El lado temible de estas tesis es que ante el buen orador, estamos entonces desarmados, pues de lo que hemos admitido hasta ahora se desprende que nuestra aceptación depende de la claridad del discurso al que prestemos atención. Si diremos del hablante que es excelente en lo que hace en tanto que puede persuadir de la veracidad de sus palabras, y su modo de trabajar cada frase y de concatenar cada oración les da la mayor claridad a la que se puede aspirar, pensaremos entonces en el extremo: puede hacer parecer clarísimas las nociones más alejadas de la realidad.

¡Qué terrible conclusión se deja ver!: estamos en las manos de los oradores, de los que arengan hábilmente haciendo públicos discursos y moviendo nuestros ímpetus ora hacia un lado, ora hacia el otro. Somos víctimas del poder sumo de la retórica, porque es imposible para nosotros juzgar cuánto cuidado puso el forjador en sus palabras maleadas. Apreciamos fundamentalmente que nos digan lo que nos parece lo más claro, porque se nos hace normal. Nos parecerá siempre que este hábil orador no tuvo cuidado alguno en sus bellas frases, y que salieron así solas, con naturalidad: que son la pura verdad. La intensidad de sus brillos puede deslumbrarnos sobre lo que sea, y hacernos considerar experiencia verdadera la que sea.

Nada puede hacerse en este mundo para buscar la verdad, porque queremos el discurso descuidado.

A ver, ya no estoy tan seguro de que sea tan ominoso nuestro destino en el habla; ¿de verdad estamos tan vulnerables arrojados al designio de oradores y sofistas? Parece que me faltó mencionar algo, algo que se me olvidó y por lo que no pude más que encontrar este triste camino entre opiniones devaluadas y acciones sin sentido, guiadas por la demagogia. ¿Qué se me olvidó? Parece infame decir que en verdad es posible hablar sin cuidado, dejando que las cosas se digan solas, como si la palabra contuviera lo dicho, y fuera un saquito protector de lo legado por el habla. Eso, por lo menos, ahora parece infamia que denigra la palabra: no veo cómo pueda argüirse que las palabras guardan significados ajenos a ellas mismas. Pero, ¿cómo fue que caí en la obscuridad de esta zanja, hablando de lo claro del discurso?

El cuidado de lo dicho no es ajeno a lo que se dice, como es ajeno el barniz con el que se embellece la madera. El cuidado del lógos conviene al alma que hablando se deja ver. El cuidado de la palabra es lo mismo que el ejercicio de la sinceridad. Y le viene por lo que el discurso mismo es, porque no puede entendérsele separado de lo que nombra. Él es los nombres y es las relaciones entre nombres, y es las relaciones entre hablantes y las cosas habladas. Es el discurso el cuidadoso, es la palabra la cuidada; no es el orador quien entrando a su taller la encera y la pule para que de nuevo al ser dicha de un modo lustroso, diga lo mismo de modo más persuasivo: si la acicala, ya dice más o dice menos, dice mejor o dice peor, o sólo dice otra cosa. La palabra se envilece o desvirtúa, se ensalza o se honra, así como un hombre es al mismo tiempo quien merece los encomios y quien los recibe: no sólo es honrado, sino que se le vio actuando y por eso mueve al reconocimiento. Un buen guerrero no se gana el honor sino siendo en serio honorable. Y entonces, si esto es así, y no del otro modo; si sólo son tres las maneras en las que fundamentalmente podemos hablar, (no cuatro, tres), la cuidadosa, la descuidada y lo que anda por el medio según la claridad, ¿qué se me olvidó?

Tiene que haber sido algo que permitiera al diálogo darse no sólo como dato arrojado, que permitiera a la palabra verse clara por cuidada, y verdadera por sincera. Tiene que haber sido algo que nos dejara sopesar lo dicho por más embellecido que fuera, y que no nos dejara la guardia baja con cualquiera que supiera decir unas cuántas bonitas frases. ¿Pero qué fue, qué fue?

¡Claro!, el escucha.

El valor de la Palabra

A causa de mis diarios deberes suelo pasar por muchos lugares, y al hacerlo veo todo lo que los hombres y otras muchas criaturas acostumbran y necesitan, en ocasiones me encuentro con sucesos sorprendentes o dignos de ser contados, también me he encontrado con alguno que otro secreto vergonzoso, recuerdo una ocasión en que a causa de mi trabajo vi cómo una esposa deshonraba el tálamo de un amigo muy cercano a mí. Yo no tenía interés alguno en enterarme de tal cosa, fue a causa de mis deberes que lo supe, y por amor a mi amigo fui a comunicarle su desgracia, la cual acabó con la disolución de su matrimonio. En fin, eso no importa mucho que digamos, al menos a mí no me importa por el momento, para ser sincero me duele mucho más haber perdido a mi hijo como para ocuparme de todo lo que puedo ver a causa de mi trabajo, pues a él tengo vedado verlo.

Este dolor que tengo y que me lleva, quizá de la misma forma en que mi hijo fue llevado por ese carro que no pudo conducir, me acongoja sobremanera, me siento culpable por haber dejado en sus infantiles manos el mando de lo que no podría gobernar jamás. Me hubiera gustado tanto no permitir que cumpliera con el deber que sólo me correspondía a mí cumplir, pero ya no podía hacer nada, estaba obligado a dejarlo hacer su voluntad, aún cuando ésta fuera, por mucho, contraria a la mía.

Recuerdo que al día siguiente después de su pérdida, me levanté a trabajar sólo a causa de que no podía quedar mal con todos aquellos que esperaban que hiciera mi trabajo diario, de modo que sólo me quedan las noches para pensar y para curar poco a poco mi dolor. Sin embargo, hay algo que no me ha dejado en paz, que en lugar de ayudarme a dejar de sufrir me arrastra cada día más a sentirme culpable por la muerte de mi muchacho.

Cierto día, mientras avanzaba tranquilamente por la vía que debo recorrer en mi diaria jornada, escuché a un hombre que decía a otro: “No pierdes nada con prometer, puedes prometer el Sol, la Luna y las estrellas sin comprometerte a cumplir con ello. Prometer no empobrece, pues las palabras se las lleva el viento”. No voy a negar que lo dicho por ese hombre retumban aún hoy en mi cabeza, en cierto modo me parece increíble tanta desvergüenza, aunque también, en algunos momentos, me hacen desear no haber cumplido con la palabra empeñada a mi hijo.

Pero, si pienso bien las cosas, de no haber cumplido a mi hijo lo que le prometí, dejaría de ser lo que soy para convertirme en un mentiroso, mi palabra y mis promesas ya no valdrían nada, con qué cara hablaría ante los demás cuando me pidieran un consejo o cuando me preguntaran algo, pues ya nadie confiaría en lo dicho por mí. Mi hijo me era muy valioso, es verdad, pero de no haber cumplido con la palabra empeñada a Faetón, la luz que llevaría todos los días sería una luz falsa, llena de vergüenza e incapaz de mostrar que en realidad no todos los gatos son pardos, ya nadie creería en lo que hago o digo, y en lugar de curar causaría enfermedades sin fin.

A pesar de todo, es mejor que a los dioses nos sea vedado incumplir con lo prometido. ¡Ojalá los hombres se percaten de todo lo que pierden al prometer y dejar que sus promesas se las lleve el viento!

Maigo.

La que Fue Dicha

Juzgar por los resultados
y dar a pares consejos
después de lo hecho es común
entre jóvenes y viejos,

así observamos también
que el hombre se halla afanado
en hacer se tape el pozo

cuando mira al niño ahogado.

Por A. Cortés:

Bien dicen que más vale paso que dure que trote que canse, y por eso a mí no me tiene muy ocupado el hecho de que hablo con frecuencia de lo mismo. Y lo que digo regularmente es que se nos ha olvidado cómo hablar; y que estamos tan cerca de aquel punto de quiebre ominoso, que quizá después sea imposible darnos cuenta de qué perdimos, porque eso que estamos dejando ir es precisamente lo que nos dejaba darnos entre nosotros cuentas de las cosas. Se irá sin que nos demos cuenta, y la tristeza muda que lo llorará no será ya humana. Si el hombre se olvida de hablar bien, será poco tiempo el que pase para que deje de hablar en absoluto. Y ya en ese momento, no habrá cómo tapar el pozo.

Lo malo de estar en este país en estas condiciones, es que darse cuenta de la necesidad de hablar bien es percatarse a la vez de la necesidad de escuchar, pero casi nadie cultiva ya el arte de escuchar. Cada quién dice lo que quiere a quien sea, sin que le importe mucho qué pase con lo que dice; y el otro puede escuchar una cosa o su contraria y asentir de la misma manera. Entre los “políticos” se avientan argumentos hechizos sin pies ni cabeza, y nadie responde a ninguno; sólo los apilan como municiones que erraron el blanco. Esto se disemina fácilmente, se esparce entre el tumulto desordenado de unos que no atienden a otros y aquestos que en nada se ocupan por lo que dijeron. Ya casi nadie pone atención porque casi nadie confía en el peso de la palabra. La palabra, (dicho con burla) ¿qué puede cambiar en nosotros? Como no hace nada, nada importa si es una u otra.

Esta misma disposición hacia los otros es, por obviedad, la causa de que sea tan común hacerse de oídos sordos a cualquier cosa antaño dicha. Lo anticuado ya no sirve para nada. La palabra erosionada por el tiempo (hasta hace sonar al tiempo como un depredador inclemente) no tiene ya valía para esta gente que no quiere escuchar nada, sino hablar y hablar por hablar. Pero me parece que hubo cosas que mucha gente sabía, y que hubo lugares en los que lo que se supo se dijo con frecuencia. Obviamente, la manera de vivir de los hombres termina colándose en las frases exhaladas, y como la vida cambia y da montones de vueltas, muchos terminan hablando sin saber quién dijo lo que ellos repiten, y por qué. Por eso resulta con el tiempo que sí hay lugares en los que se suele decir lo que se sabía, y esto es lo que se sabe. Los hay también en que sólo en un poco se sigue considerando si lo dicho es o no verdad, o acerca de qué lo es. Y esto es su sapiencia local, su enseñanza hablada.

Por nuestra parte, con medrada atención, nos ha dado llamar en un mutante español “folclor” a esta sapiencia común impregnada del aroma de nuestra idiosincrasia. Irónicamente, que usemos la palabra folclor para referirnos a tal saber mexicano pone mucho en duda que nuestra idiosincrasia tenga alguna consistencia común, y que el tipo de sapiencia (lore) que impera entre la gente (folk) de nuestro país esté cortada de la misma madera. No es difícil de notar lo que digo, nuestro folclor nos hace pensar en las zonas rurales, en la diversidad de dialectos, en lo rico de nuestros acentos y lo variado de nuestros pueblos provincianos. Pero un popurrí puede ser bello sin ser por eso una pieza musical: México no es de una pieza. Y mientras más pasa el tiempo y más dejamos de escucharnos entre nosotros, más nos alejamos. Mientras más nos alejamos, menos país somos: somos montones y montones de folclores variopintos. Claro, menos folk común con menos lore que compartir. La misma indiferencia con la que se designa el folclor mexicano como un conjunto de datos turísticos e históricos sin son; como un repertorio de danzas y canciones cultivadas como lujos delicados que practican los anticuarios y patrioteros por igual; como un conjunto de costumbres foráneas al grueso de la población, y hasta curiosas para el perezoso ciudadano; esta misma indiferencia, digo, es la que ha dejado poco a poco descoloridos los dichos que ahora tan extraños se nos hacen. Un dicharachero es tan raro entre nosotros como un quetzal. Sobre nuestra tierra no camina un pueblo, nuestra comunidad enferma se está disgregando.

Y por este nuestro folklore, recordé que por ahí menciona Hobbes un refrán muy recurrido por sus contemporáneos que me parece sumamente sugerente: «Wisdome is acquired, not by reading of Books, but of Men (La sabiduría se adquiere, no por la lectura de libros, sino de hombres)«, y añade él que hace falta leerse a sí mismo, antes de que se pueda leer a los demás. La lectura es la escucha, y no escuchar a los demás puede ser síntoma de que el ajetreo no nos está dejando oírnos a nosotros mismos. Cuando estemos entre varios, propongo que intentemos escuchar con la mayor atención, sin interrumpir, para tratar de ver si lo que nosotros nos decimos en silencio nos lo dice otro en su voz viva. Y si compartimos algo que podemos decir, y eso es suficientemente valioso como para compartirlo, tal vez podamos en chiquito traer de aquí pa’llá alguna sapiencia enseñable que se cuele entre lo dicho por las personas que nos rodean. Y ahora sí, si creemos que hablamos bien, será buen comienzo para nosotros que un amigo se halle convencido de lo mismo, pues de dos que se aman bien, con uno que coma basta.