Estas son las mañanitas que cantaba el Rey David.
La confianza es algo que no deja de extrañarme, pues en ella se conjuntan el conocimiento y la esperanza. Podríamos decir que confiar en algo o en alguien es esperar tranquilamente a que sucedan determinadas cosas, determinación que da la naturaleza de aquello en lo que se confía. Por ejemplo, absurdo sería confiar en la palabra de un mentiroso o en la valía de un cobarde para defender a una ciudad, absurdo sería confiar en un perfecto desconocido algo tan valioso como la vida misma.
Sin embargo en ocasiones vemos que absurdos así se hacen presentes en muchos momentos de nuestra vida, como si la vida misma fuera una cadena de absurdos que de no realizarse nos costarían muy caros. En algunas ocasiones decidimos confiar algo valioso a un ser que suele mostrarse como el menos digno de confianza para cuidar de aquello que le conferimos y, para sorpresa de muchos, cuida bien de lo encargado. También ocurre lo contrario, que confiamos en alguien que se muestra digno de nuestra confianza absoluta, y cuando le conferimos algo falla en su cuidado, lo que nos deja con la tristeza que acompaña a la decepción.
Pero, si confiar en algo medianamente conocido es extraño, confiar en algo que no se ha presentado nunca, es algo que me parece todavía más extraño. Estoy pensando en la confianza ciega con la que muchos suelen identificar a la fe. Cosa extraña que no veo pero de la que sí oigo, si hay algún sentido que tenga algo que ver en esta confianza ciega, es el oído. Pues ahora se cree en lo que se escucha, no en lo que se ve.
Me parece que un buen ejemplo de esa fe ciega, pero no sorda es David. Pero no el viejo David cantante y bailarín que recibe en su casa el arca de la Alianza, tampoco estoy pensando en ese David envidioso que es capaz de mandar al matadero a quien fuera su mejor amigo para conseguir los amores de una mujer; más bien estoy pensando en un David que aún no es rey, sino un muchacho.
Veamos con algo de detalle este pasaje tan conocido de la vida del joven David, un pastorcillo que cuidaba el rebaño de su padre y que debía obediencia a sus seis hermanos mayores, confiado en la palabra que le había dado un hombre viejo y hasta cierto punto sólo conocido de oídas, quien a su vez conocía a Dios gracias al oído.
¡Qué difícil debió ser el encuentro de David con Goliat!, un muchacho que sólo tenía piedras y una honda como arma, contra un soldado bien entrenado y bien armado. En ese momento la vista se mostraba contraria al oído y David, joven y descobijado, tuvo que elegir entre escuchar y ver.
Todos sabemos cómo acabó la historia, al decidir escuchar, el joven David colocó la piedra angular de la nueva fe, fe por el oído y la palabra y no por la vista y lo que se muestra evidente en todo momento y lugar.
¡Ay de nosotros! Nuestra incredulidad nos ha ido dejando sin sentidos en los cuales podamos confiar, y de tener alguna fe en algo, esta es mucho más ciega que aquella que llevó a David a enfrentarse contra Goliat sin tener posibilidad alguna de ganar.
Maigoalida