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Borasca caprichosa.

La borrasca infernal, que nunca cesa,

en su rapiña lleva a los espíritus;

volviendo y golpeando los acosa.

 

Se dice que la lujuria es un pecado capital, y como tal es un vicio que tiene la mala cualidad de conducir al hombre hacia otros vicios[1]. Si la consideramos como tal, lo que podamos decir respecto a la lujuria depende, en primer lugar, de lo que pensemos sea el vicio, y de igual manera el juicio que hagamos sobre el lujurioso dependerá de la claridad que tengamos respecto a lo que la lujuria sea.

Así pues, si consideramos al vicio como el resultado de una elección, la cual no consiste en decidir ser vicioso sino en una jerarquización de bienes dependiente de los deseos inmediatos, entonces aquel que recibe el nombre de lujurioso será pensado como un ser responsable de su propia lujuria y por tanto merece el desprecio de aquellos que han elegido bien porque se han detenido a pensar con calma la bondad contenida en los bienes jerarquizados.

Pero, si el vicio es pensado como el resultado de una determinación, por ejemplo, nacer con un alma carente de gracia divina, entonces el juicio sobre el lujurioso deberá suspenderse antes de intentar caer sobre él, pues no tiene sentido juzgar como buenas o malas las acciones de quien no actúa, es decir, hablar bien o mal del lujurioso cuando su lujuria depende de agentes externos a él es una pérdida de tiempo, pues la calificación del acto humano como bueno o malo, no tiene lugar en medio de la determinación.

La determinación  nos limita a poder hablar sobre la lujuria, pues ésta no pasa de ser una deformación en el modo de ser del lujurioso, la cual puede deberse a la carencia de gracia divina o a un mal funcionamiento del cerebro.

Dejemos a un lado el determinismo, divino o material, y hablemos más sobre lo que puede ser la lujuria en la amplitud de comprensión sobre la misma que nos ofrece la idea de vicio como algo dependiente de la voluntad, pues quizá así logremos ver con claridad si tiene o no sentido que hablemos sobre el tema, o que juzguemos al lujurioso.

Cuando se habla de lujuria, por lo regular lo primero en lo que se piensa es en la búsqueda desordenada de placer sexual, en tanto que desordenada no posee límite alguno, es decir, con quien se esté, cuándo y cómo es lo de menos, lo importante es sentirse bien en el momento y buscar más una vez que ha pasado ese momento.

Si pensamos con algo de calma esta idea de lujuria, nos podemos percatar que ésta es un tanto simple, pues no nos deja ver mucho respecto a lo que ocurre en el interior del alma del lujurioso, vemos la inmediatez del placer buscado y el exceso de esta búsqueda cuando pensamos al lujurioso rodeado de sujetos que puedan satisfacer sus apetitos. La imagen de Salomón rodeado de sus mil esposas podría mostrarnos al rey sabio como un ser lujurioso, pero en tanto que la superficialidad de la imagen no da para más podemos dejar de lado la necesidad de tales matrimonios al aventurar tal juicio.

Quizá una mejor imagen de lo que es la lujuria nos la ofrezca Dante Alighieri, recordemos a las almas que penan en el segundo círculo del infierno, sometidas a la variabilidad de los vientos, cambiando contantemente de posición y de mira, sometidas al capricho de la borrasca, así como en vida estuvieron sometidas al capricho de su búsqueda de placeres, búsqueda incesante y capaz de acabar con ellos de un solo y certero golpe.

Si nos detenemos un  poco y contemplamos esta dolorosa imagen, nos podemos percatar que no sólo aquellos que buscan placeres sexuales con desenfreno viven al capricho de la borrasca, también aquellos seres que buscan en demasía aquellas cosas que no necesitan para vivir están a merced de sus caprichos, o de los caprichos de otros. Es decir, aquellos seres que buscan el lujo también son lujuriosos, pues el lujo, aún cuando es más complejo que la búsqueda constante de placeres sexuales, difícilmente se separa de las satisfacciones inmediatas que recibimos a través del placer otorgado mediante los sentidos.

En consecuencia, sí pensamos en la lujuria como amor al lujo, es decir, búsqueda de lo que nos necesitamos no sólo aquellos que padecen de grandes apetitos serían lujuriosos, sino una gran parte de los hombres, en tanto que parece natural e innata la búsqueda de la satisfacción de lo que nos piden los sentidos.

 

Maigoalida.

 

 


[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica. 2351.

El chisme es aquello que oscila entre lo público y lo privado, decimos de alguien que es chismoso cuando éste se dedica a escuchar lo que otro le comenta respecto al modo de vida que llevan los demás, o bien cuando se dedica a comentar aquello que resulta propio de la vida que se lleva en la privacidad del hogar. De lo anterior, se colige que el chisme se caracteriza por la preocupación que alguien muestra para enterarse de aquellos asuntos que no le competen, es decir, que pertenecen a la intimidad del otro, y que el otro no se siente interesado en compartir con la comunidad, o con aquello que más se le parece, de ahí que el chisme sea calificado -muchas veces de dientes para afuera- como una actividad despreciable, como algo indigno de ser tomado en cuenta, y al chismoso como un ser con el que no es conveniente convivir; sin embargo, de alguna u otra forma a todos (o por le menos a la gran mayoría de los que son honestos consigo mismos) nos atrae el chisme.

Nos gusta saber con quién vivimos, cómo son aquellas personas que nos rodean, qué sienten y qué piensan respecto a ciertas cosas, y como hay ciertos asuntos que se mantienen ocultos a los ojos de la comunidad, por pertenecer al ámbito de lo privado, éstos son trasgredidos por el chisme; el chismoso no se limita a comunicar a los demás lo que vio, y el que escucha atentamente al chismoso muchas veces no queda conforme con aquello que se le dice, de ahí que las personas que se caracterizan regularmente como chismosas no sean confundidas con meros entes que dicen lo que ven y no conversan sin más respecto a ello, muchas veces, la mayoría de hecho, aquellos que son chismosos conversan largo y tendido sobre el hacer de quien es objeto del chisme, incluyendo alguna interpretación respecto a sus actos, ampliando lo que ven en primera instancia con las luces que la palabra les brinda respecto a lo que vieron, quizá de ahí que los chismes tiendan a crecer, no sólo en cuanto a personas enteradas de lo que hace aquel del que se habla, sino en cuanto a la interpretación de sus actos.

Debido a la cualidad del chisme, en tanto que pretende hacer público lo privado mediante la salida a la luz de aquello que se alcanza a apreciar en lo que expresa el otro y las múltiples interpretaciones sobre lo que expresa su presencia, éste no resulta muy confiable, de ahí que muchos comentarios sobre el modo de ser de cada quien sean reducidos a nada al decir –No hagas caso de lo que dicen, son puros chismes-, señalando con ello que el chismoso no tiene cuidado en lo que dice y a quién se lo dice, y que el que escucha atentamente los chismes para después comunicarlos, tampoco es cuidadoso respecto a lo mismo.

Pero, aun cuando se quita importancia a lo dicho cuando éste es colocado bajo la categoría de mero chisme, el extendido gusto por el mismo dice algo respecto a la verdadera importancia que se le da a la actividad del chismoso, todos nos molestamos ante lo que se dice de nosotros entre los chismosos, nos disgusta que, a pesar de tratarse de interpretaciones descuidadas sobre nuestros actos, se hable de aquello que para nosotros pertenece a la intimidad del hogar, o del corazón mismo, y no sólo por el hecho de que nuestro ser quede bajo la mira de todos los demás, sino porque a causa del chisme la comunidad puede cambiar su actitud hacia nosotros.

Lo anterior, me lleva a pensar en un aspecto del chisme, que si bien se puede vislumbrar desde el comienzo de esta reflexión, creo que no ha sido señalado con suficiencia, me refiero al carácter social del mismo, si bien el chisme tiene su origen en el deseo de saber, aún por parte del chismoso, pues éste quiere conocer la opinión que tienen los demás sobre lo que pretende comentar, el saber que es buscado no es sobre cualquier cosa, es más bien sobre el otro, lo cual supone una relación de mínimo tres sujetos como estructura propia del chisme, el chismoso, que es tal por comunicar lo que ve, el que es chismoso por escuchar atentamente lo referente a la vida privada de los demás, y que no se limita a oír, sino que también se ocupa de comentar lo escuchado, y aquel sobre el cual versa el discurso de los dos anteriores.

El discurso expresado por lo regular es nocivo para la reputación o renombre que pueda tener aquel sobre el que versan los chismes, hay que aceptar que éstos no hablan sobre las buenas cualidades o virtudes que caracterizan a alguien, más bien se refieren a los vicios y lo que resulta vergonzoso en el modo de actuar de los demás, ya sea cierto o falso que efectivamente haya tales vicios, de ahí que el chisme pueda devenir en un problema para la comunidad, y en muy pocas ocasiones en algo considerado como benéfico para la misma. Sí, dije benéfico, pido al lector que antes de tacharme de chismosa me permita explicar esto que se llega a decir al respecto.

Que el chisme puede afectar a la comunidad, es una afirmación más o menos aceptable cuando pensamos en que éste es un decir descuidado sobre el otro, de modo que en muchas ocasiones puede causar mala fama a quienes siendo virtuosos son castigados por la comunidad con la desconfianza que se desprende de pensar que el otro oculta algo malo, o que en el fondo no es como regularmente vemos que es, lo que sí resulta más difícil de aceptar es que éste en algún sentido pueda beneficiar a la comunidad misma. Prestemos oídos a quien defiende el chisme para ver si tiene razón en lo que afirma.

Al prestar oídos a los defensores del chisme, hemos de tener cuidado de que no nos enreden con un decir descuidado y mañoso, demos un espacio a los chismosos para que hablen aquí:

“Pensemos en una comunidad pequeña, donde la asamblea en la cual se toman las decisiones sobre lo que hará la misma está conformada por los miembros de ésta, es claro que los constituyentes de dicha comunidad estarán preocupados porque las decisiones tomadas sean las mejores, en una asamblea conformada de la manera antes descrita, los consejos de cada ciudadano serán pensados con cuidado, en especial aquellos que provienen de quienes son tenidos en gran estima debido a la virtud que demuestran tener en los actos que son públicos.

“Ahora consideremos que alguno de los ciudadanos que aconsejan en la asamblea actúa como alguien virtuoso ante los demás, cuando en su corazón tiene un lugar dedicado especialmente al vicio, ama al vicio y procura ocultar su amor al mismo intentando que la asamblea vea como normal y hasta virtuoso a quien se ejercita en éste, para lograr tal cosa necesita persuadir a los demás de que lo que ama es bueno, y para que los demás le presten oídos han de tenerlo en buena estima.

Pero, si alguien descubriera que la virtud de este mal consejero en realidad es fingida, que en lo privado tal hombre se dedica a dar rienda suelta a su insano amor, pero que éste es tan discreto que no había sido descubierto hasta entonces, entonces podemos decir que sacar a la luz pública lo que el vicioso hace en privado resulta benéfico para la comunidad, pues ésta queda advertida sobre los riesgos que corre al escuchar a un consejero malandrín.” Hasta aquí los consejos del chismoso.

Examinemos ahora lo que éste nos ha dicho. En un primer momento, parece persuasivo lo que nos dice el defensor del chisme, aunque su discurso nos lleva a dudar sobre la confianza que podamos depositar en él, bien puede ser el caso que el chismoso sea aquel amante del vicio, en tanto que cae en el exceso de hablar más de lo debido y descuidadamente, aquel que pretende persuadirnos de la nobleza de aquello de lo que habla.

Para librarnos de sus mañosos enredos, recordemos que el chismoso es un descuidado con la palabra, éste no busca la validez de la misma sino el ejercicio del habla, además aquello sobre lo que habla es sólo medianamente apreciado por el chismoso, y con ello no basta para que haga los juicios de valor que imprime a lo que dice, los cuales se aprecian desde el tono de la voz que emplea cuando dice las cosas. Por otra parte, hay que recordar que el chisme se ocupa por lo regular de vicios y defectos que no son visibles a simple vista, de modo que no está libre de las malas intenciones que el chismoso tenga para con aquel que es objeto de su discurso, destruyendo así el buen nombre y la confianza de aquellos individuos que sí son virtuosos y son de provecho para la comunidad.

Maigo.

Como siempre que respondo, recuerdo al lector la importancia de tener presente el texto al que respondo. En este caso, el de la Cigarra.

Por A. Cortés:

El título de la Cigarra nos dispone a leer una apología del ocio, y aún así, nos equipa sin dilatarse de razones para repudiarlo. La conclusión de su apología no es que el ocio sea bueno, sino que por ser indiferente a los juicios de valor ético, es tan malo como lo es el trabajo. ¿Y qué clase de apología es ésta? Su argumento, mucho más débil que convincente, pinta al ocio desde la perspectiva del negocio, y así, nos impone desde el principio de su interpretación como si fuera el “tiempo libre”. Es libre del trabajo, y por eso, se comprende que el ocio es solamente el residuo que queda de la vida normal en la que nos la pasamos haciendo lo que no nos gusta hacer. Por esto, nos dice la Cigarra, no puede pensarse que el ocio sea el padre de los vicios, porque no a todos nos gusta lo mismo, y por eso es más bien el gusto por lo enfermizo lo que engendra el vicio, no el ocio. Esta comprensión, según sospecho, está íntimamente vinculada a la confusión al respecto de lo que es el vicio.

No es cierto que un vicio sea la afición extrema a algo que merma la salud. Tampoco es cierto que la adicción sea el superlativo del vicio. Para empezar, porque los extremos no tienen superlativos, y para continuar por la perspectiva que nos compete, porque si entendemos que el vicio es predominantemente detrimento físico, es imposible explicar por qué es que el ocio debería ser justificado. Resulta en la vida cotidiana que el “tiempo libre del trabajo” es a la vista de cualquiera el momento para hacer lo que siempre se está queriendo hacer y que no se ha podido por estar trabajando; si en esta condición resulta que se dan los vicios, no importa si es porque a uno le gusta ser vicioso o si es por otra cosa, hay razones buenas y de peso para impedir que los hombres tengan la posibilidad de dedicarse a lo que los dañará. Desde la perspectiva de la salud pública tenemos dos caras: la saludable y la enferma. Y se debe hacer lo que se considere que conservará la salud. De ese modo, es evidente que vale la pena sacrificar unas cuantas horas de vacaciones si acaso eso garantiza que la población se mantendrá lejos de las adicciones. El hecho de que haya quienes no se dedican a nada malo para su salud no es razón suficiente para pensar que los demás seguirán el ejemplo, o que no deben preocuparnos. Como hay razones para protegerse del vicio, y si se mantiene la salud en el trabajo, el ocio no tiene por qué defenderse ni conservarse. Como esta censura del ocio no dice que todos los ociosos siempre son viciosos, demostrar que existe quien no es vicioso en el ocio no toca en absoluto el punto importante. Entonces, lo que dice la Cigarra de “no es cierto que el ocio sea malo porque cuando yo estoy ociosa, sólo duermo y no hago nada malo”, no sólo es insuficiente y nimio, sino que no es un argumento razonable en absoluto. Su texto es, por lo menos, fiel a su título.

¿Y por qué sería digno de calificación moral el ocio, o la actividad en el ocio, si su influencia es con respecto al buen mantenimiento del cuerpo? Esto es lo que no se puede responder desde la perspectiva de la Cigarra. Si acaso el ocio debe de ser sopesado para intentar alguna justificación o apología, no debe de pensarse en qué sentidos no es dañino, sino en qué sentidos puede ser benéfico. Es notorio que en lo que se refiere a la salud no es posible más que, si acaso, como fomento del deporte, pero esta perspectiva también se refuta fácilmente diciendo que pocos decidirán dedicar su tiempo libre a ejercitarse en vez de vacacionar, descansar o dormir. Si el ocio tiene algo de bueno, es porque es la condición indispensable para que el hombre se dedique a lo más humano: la conversación.  O si se quiere, al arte (pues hay quienes defienden mucho este punto y no es éste el lugar para discutirlo). Eso es el ocio, no el tiempo que sobra, sino las condiciones humanas de vida en las que las necesidades más básicas ya no ocupan al hombre y, por tanto, puede dedicarse a todo lo que no le es común con los demás animales. Y esto no tiene que ver con que tengamos más o menos propensión a la diabetes.

No toda la actividad ociosa es buena, pero sí toda ella es digna de juicio moral. La –según la Cigarra- diabolización del ocio que se dedica al vicio no tiene nada que ver con un prejuicio supersticioso que malamente ataca la caída a la enfermedad confundiéndola con perversión; más bien, es el juicio que nace de la posibilidad de notar que los malos hombres actúan mal, y que la acción mala es evidente para la mayoría. Notamos que hay quienes son perversos. Los que notan que los viciosos se destruyen a sí mismos se dan cuenta también de que su destrucción proviene de la maldad de su acción, no de que les dé mucha tos, diarrea o enfisema pulmonar. Y por ello es tan importante reflexionar sobre las posibilidades humanas en el ocio, porque sólo en él es posible que las acciones más benéficas de los hombres se lleven a cabo, pero también es posible que en él se caiga en el vicio. El buen ocio promueve la virtud, que no es la salud sino la buena acción; y el mal ocio promueve el vicio, que no se parece a la adicción más que en la disminución de quien actúa mal. Finalmente, la reivindicación del inocente padre ocio no depende de lo que más nos gusta hacer, sino de lo que es mejor que hagamos. Si no vemos eso, entonces estamos –dándonos cuenta o no- de acuerdo con todos los partidarios del mundo del negocio en el que se debe erradicar por completo cualquier posibilidad de conversar sin trabajar, y con esta cancelación, acabar toda condición para dedicarse a algo distinto de lo que tenemos en común con todos los otros animales.

Apología nimia y sin razón del ocio

Se dice que el ocio es la madre de todos los vicios –que al ser ocio un sustantivo masculino, en realidad debería ser el padre. Asunto aparte–. Pero esta idea no me persuade del todo.

El término vicio remite a la idea de ser aficionado extremo –que no adicto, pues la adicción ya es un vicio bastante mayor, aunque a esto justamente puede llegar–  a algo que generalmente es pernicioso para la misma persona, me refiero a pernicioso en el ámbito de salud o bienestar en el sujeto, lejos de intentar relacionarlo con el carácter malvado-diabólico-moral que la sociedad le ha dado a los vicios, aunque la relación que guarda con dichas ideas sí sostendrá lo que los más han cifrado como vicio, es decir, el carácter moral se ha vuelto un constituyente inmediato de la palabra –el vicio como contrario a la virtud–. De aquí que se diga: “..fulana es una viciosa del cigarro..” “..zutano tiene el vicio de los videojuegos..” “..mengano padece el vicio de las mujeres fáciles..” y así por el estilo. Entonces, la idea es que el ocio es la madre de todos los vicios porque al hallarse en el asueto de los deberes diarios –que es lo que entendemos por ocio– se piensa que el ocioso correrá a buscar algún entretenimiento o distractor que enviciará su persona. Claro que para que algo se haga vicio cuando sólo inició como mero pasatiempo ante el ocio, se necesita que hubiese gustado mucho, lo cual ya es un requisito complicado, pues ¿cómo se pasaría del sólo gusto a la necesidad de algo tan prontamente? ¿bajo qué requisitos? Lo que sea que para entonces se haya tornado vicio, comenzará como mero distractor pero si se halla muy a menudo ocioso éste se hará o usará frecuentemente, agradará cada vez más y más –a fuerza de costumbre– hasta sentir un imperante arrojo de llevarlo a cabo constantemente, terminará por ser una actividad o un objeto ya no propia del tiempo libre sino que se entremeterá de tal modo a la realidad que chocará con los quehaceres normales, anteponiendo el vicio a lo demás, apelando a dicho arrojo, y luego, la persona será viciosa en toda la extensión de la palabra, pues cuando un llano pasatiempo comienza a apoderarse de otros ámbitos o a afectar las actividades cotidianas, decimos que éste se  ha vuelto un vicio sin importar de qué.

Parecería fácil entonces, condenar al ocio por hacer de personas dignamente ocupadas, mezquinos viciosos. Sin embargo, hasta el más eficiente y comprometido de los ocupados necesita algo de tiempo libre. Todos lo necesitamos sin por ello resultar que terminaremos como viciosos de algo, creo que ese es precisamente el menoscabo de la idea que sustenta al ocio como la madre de todos los vicios, que el vicio necesariamente implica destrucción o perversión y no creo que acontezca de ese modo. Por ejemplo, cuando yo me hallo ante un poco de tiempo libre, duermo, y no lo considero mi vicio sino una necesidad venida luego del trabajo que me ha dejado sin ocio y que al encontrarme con un poco de éste la realizo contentamente, dormir no es malo para mi salud ni pernicioso para nadie, o al menos eso creo.

Diría que es válido pensar como infructuoso el tener mucho tiempo libre e incluso poco, ya que de ser así, se es vicioso de la ocupación –lo cual no es considerado agravante, pero debería serlo si pensamos en que al ser absorbente se vuelve un vicio–. O pensaríamos que todo en exceso –sea comida, sexo, amor, twitter, libros, tiempo libre, amarillo y cualquier otra cosa– es contraproducente, nada más. Y de ser así, es igual de perjudicial tanto ocio como tanto trabajo, tanta misantropía como tanta filantropía, tanto alcohol como tanta agua. Y reivindicando a la inocente madre –padre, pues–, se volvería igual de dañino ser un tunante ocioso que un diligente industrioso.

La cigarra