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“Un día soñé que soñaba que había justicia social,

y que el patrón te pagaba con lana sin calzonear;

alcanzaba para todo no había crisis ni inflación;

todo estaba muy bonito pues no había iris ni tos.”

 Sí un día despertara.

Rockdrigo González

 

Introducción.

Cuando tenía quince años la conmemoración de los treinta años del “68” me marcó de por vida. En ese momento comenzó mi interés por los movimientos sociales y la cultura, el cual se alimentaria del graffitti, las tocadas masivas de ska, el activismo zapatista, la huelga 1999-2000 en la UNAM, el interés por las artes, las letras, la historia y las ciencias sociales. En el último año del CCH me topé con la antropología y me sedujo. Aunque divagaba entre la sicología social y la sociología como posibles proyectos vocacionales, la antropología se ganó mi estima a la primera clase. La posibilidad de entender el mundo desde el punto de vista de quien no soy yo y todo mi bagaje como miembro de una sociedad y cultura, partiendo por desestructurar el propio marco de significación, voló mi cabeza. Ser consciente de que mis propios juicios de valor y mi ideal del mundo eran el producto de la historia y de la cultura me hizo ver a las demás alternativas vocacionales como mancas cuando les anteponíamos la poderosa herramienta de la etnografía. Conceptos como efectividad simbólica, etic y emic, el status y el rol, y las convenciones del parentesco se sumaron a mis primeros pasos del trabajo sobre terreno con un trabajo final sobre el grupo de menores en situación de calle de Buenavista, ubicados en insurgentes norte y Eje 1 norte, aprovechando que en ese momento trabajaba para la Delegación Cuauhtémoc en Atención a Grupos Vulnerables y vivía a tres cuadras del lugar.

El resultado más importante de ello fue la pregunta que me surgió sobre la pertinencia de la relación entre el conocimiento académico obtenido por la investigación, las personas sobre las cuales se investiga y la acción institucional, y tal vez más allá de la pertinencia específica de la relación, la pregunta rondó en la posible incompatibilidad de funcionar como un investigador que a la vez que interviene socialmente desde las instituciones dominantes, actué conservando una iniciativa política activa.

1.- Antropología y utopía.

¿Adónde voy con tanta autorreferencia ególatra? A ubicarme en un contexto específico en el cual la antropología me pareció una oportunidad personal, política y tal vez existencial de moverme por el mundo, y al hacerlo tratar de transformar el espacio próximo de vida, partiendo de que la realidad es cambiante y que cualquier descripción de ella pasa por un tamiz relativo en el cual ni siquiera mi propia visión se salva de la arbitrariedad de quien nombra. Aún así, el resultado del trabajo antropológico sigue siendo un punto de quiebre a la hora de definir el para qué y para quién sirve, beneficia o perjudica. Además, en muchas ocasiones no sólo su resultado es perjudicial sino también su proceso de investigación, al escudriñar en las emociones de los sujetos cual si fueran objetos, dejando expuestos sentimientos y recuerdos, y extrayendo conocimientos y saberes.

En la búsqueda de opciones por realizar la antropología encontramos una que le asigna un papel importante a la imaginación. David Graeber[1] propone un aspecto o momento utópico, el cual inicia al imaginar que otro mundo es posible. Donde le las “instituciones como el estado, el capitalismo, el racismo y la dominación masculina” [Graeber, 2004:10], no son inevitables, y dado que no existe la certeza del curso único de la historia para saber si esos procesos e instituciones sean las únicas realizaciones posibles de la humanidad, apostar por crear nuevas instituciones que “expongan, subviertan y destruyan las estructuras de dominación” [Graeber, 2004:7], prescindiendo de formas impositivas, significa ver a la imaginación como “principio político” [Graeber, 2004:11] para lograr que la gente sea libre de gobernar sus propios asuntos.   

Para este autor el aspecto utópico de la antropología debe estar en un dialogo constante con el momento etnográfico. Cuando uno hace trabajo etnográfico, “uno observa lo que hace la gente, y entonces trata de destejer las lógicas simbólicas, morales o pragmáticas escondidas que subyacen en sus acciones; uno intenta establecer las formas en que adquieren sentido para la gente sus hábitos y acciones, en formas en las que ellos no tienen conocimiento por completo” [Graeber, 2004:12]. Una opción para realizar trabajo etnográfico podría ser, propone, “revisar a aquellos que crean alternativas viables, tratar de entender las implicaciones mayores de lo que hacen, y después presentar esas ideas, no como prescripciones, sino como contribuciones posibles, -como regalos [dones[2]]” [Graeber, 2004:12] que vuelven a los protagonistas de la investigación. Por ello ve en ella una “especie de modelo bastante aproximativo e insipiente de cómo podría funcionar una práctica revolucionaria no vanguardista” [Graeber, 2004:11] que no apueste por las proposiciones de la alta teoría, sino por una teoría sencilla y de bajo perfil que se centre en la “forma de solventar los problemas reales e inmediatos que emergen con un proyecto que busca la transformación” [Graeber, 2004:9], construida por la afinidad y el consenso, sin pretensiones de erigirse como única y reconociendo que la inconmensurabilidad de las teorías no debe limitar la coexistencia o el reforzamiento entre ellas.

Por otra parte, tenemos a Krotz que al revisar las consideraciones metateóricas de la antropología ve una relación en términos constitutivos entre la utopía y las ciencias antropológicas, reflejada en la formación de lo que él llama la pregunta antropológica aquella que se origina en el “encuentro entre pueblos, culturas y épocas” [Krotz 1987:286], y que siempre ha existido expresada en diferentes maneras. Ésta, emerge del asombro, de la complementariedad dialéctica de la identidad y la diferencia, ontológicamente hablando; e históricamente “es el momento repetido y siempre único del proceso cognoscitivo” [Krotz, 1987:288]. La implacable delimitación de lo propio y lo ajeno es el terreno de la categoría de alteridad, la cual, omnipresente, se asentó en la profesionalización de las disciplinas antropológicas dentro de un contexto social muy particular. Su inversión, en el “trato cada vez más especializado” [Krotz, 1987:290-291] a cargo de los actores dominantes de la escena mundial, conllevó a la convergencia de lo diverso en la negación genérica con respecto a la civilización. Por tanto, la ausencia del elemento utópico en la pregunta antropológica nulifica el asombro y degenera lo extraño en grotesco [Krotz, 1987:293]. La solución propuesta por Krotz se resume en asumir el asombro como mutuo en la fase del trabajo sobre terreno, donde el asombro de quien es estudiado dialoga con el asombro del estudioso, permitiéndole la extrañeza con respecto de su propia sociedad. [Krotz, 1987:300]  

Reconocer a las utopías sociales (Moro, Spinetta o Platón), que plantean una sociedad soñada, la cual ubica a la sociedad propia como la otra y donde la felicidad es posible –construida por los autores e impregnada de referencias populares es definida por oposición y complementación a la realidad percibida-, como constitutivas en relación con las disciplinas antropológicas nos alerta de atender como fulgores tímidos pero significativos en la antropología a los ecos utópicos de Maine, Tylor, Spencer, Morgan, Kropotkin, pero también como señala Graeber, de Mauss y la teoría del don, o a Radcliffe-Brown por su negro interés[3] por las sociedades sin estado [Graeber, 2004:16-20]. 

2.- Mi utopía del quehacer antropológico.

Si el asombro parte de “una cierta dimensión de incomprensibilidad e ininteligibilidad de lo otro en primera y última instancias” [Krotz, 1987:299] y que en relación con las disciplinas antropológicas la alteridad marca su especificidad, donde la identidad parcial entre estudiado y estudioso supone “que el conocimiento de uno implica ya el del otro” [Krotz, 1987:299]; entonces, si bien el asombro es el generador del impulso a conocer e investigar la alteridad, la utopía se plantea como el parámetro por el cual la imaginación compara y extrapola lo posible en un entorno limitado, posibilitando la creatividad y la improvisación. Y, si la antropología posee una posición privilegiada y potencial, pues tiene contacto con “un vasto archivo de la experiencia humana, y de experimentos sociales y políticos” [Graeber, 1987:96], pues toma  en cuenta a la humanidad entera como campo de estudio, es justo en ese sentido que podría tener una enorme importancia para la liberación.

Tenemos entonces que una cualidad humana compartida como lo es el asombro, procesada por los avatares históricos, políticos y culturales, hasta devenir en su institucionalización, puede ser también una herramienta poderosa si se le dirige no sólo de un polo investigador a uno investigado, sino en ambas direcciones, permitiendo que la extrañeza se apoderé de las preguntas recíprocas e inevitables. Políticamente la exposición del investigador, no ya como referente de verdad, sino como un cualquier otro entre otros, con habilidades aprendidas y cultivadas, permite descentrar el quehacer del antropólogo de la academia y la política para ubicarlo, entre otros terrenos, en la balanza entre la lucha de clases de una manera imparcial, del lado de la gente. Los antropólogos pueden y deben atender aquellas inversiones utópicas a cargo de la gente que toma en sus manos la puesta en práctica de ese universo de discursos utópicos, sumando a ello la posibilidad analítica de echar mano del propio marco utópico del investigador, el cual no debe limitar sus contribuciones sólo a aquello dentro de lo posible, lo real o lo permitido por las circunstancias políticas y económicas, pero al mismo tiempo no descuidarlas dada la trascendencia de sus condicionantes.  

La irreversibilidad de los procesos del capital y de los estados-nacionales puede ser una verdad, pero aceptarlo sería negar los alcances de la acción de los subordinados. Como hemos visto en ambos autores, la separación entre la sofisticación de la disciplina y los pasos diletantes que conservan el asombro, trae consigo un alejamiento de la utopía con respecto a su intervención en el proceso de investigación y en el contexto de sus resultados. Ese alejamiento predispone al ojo observador con respecto a las alternativas enquistadas o emergentes en la resistencia, para centrarlas en las vías de las posibilidades teóricas a desarrollar en las academias, o en la incorporación o cooptación de las alternativas a las instituciones dominantes. No es menor el problema y por eso los que estamos involucrados en una disciplina tan poderosa como la antropología debemos encausar con meditación nuestro quehacer.

 En mi utopía, la antropología es un conjunto de saberes en tensión continua que no se resuelve por decreto o en una sola acción. Su práctica irremediablemente estará por mucho tiempo vinculada hegemónicamente al estado y al capital, mientras el grueso de sus practicantes continúe contribuyendo a su institucionalización a través reafirmar los papeles de administración o financiamiento. Por otra parte, una posible opción de realizar la antropología    puede orientarse en un sentido utópico donde las afinidades intelectuales y materiales se involucren a través de relaciones recíprocas entre la diversidad de habitantes de este planeta; relaciones que sustituyan la ganancia sobre el trabajo ajeno y el control sobre los demás, por pequeños acuerdos y compromisos comunes adquiridos entre individuos y colectivos pares. La antropología y los antropólogos podemos ponernos a disposición de la gente siempre y cuando podamos hacer un lado la vanidad profesional que otorgan los títulos y el poder que éstos activa, además de ser sensibles de aceptar una verdadera colaboración por parte de nuestros colaboradores-estudiados-estudiosos, la cual puede llevarnos, tal vez, muy lejos de los cánones teórico-metodológicos.

 Vivir de la profesión debe medirse según el principio de “cada cual, según sus capacidades, a cada cual, según sus necesidades”. El trabajo antropológico en una sociedad libertaria y comunista debe corresponder a una actividad no diferenciada por el status o el merito, sino a sus contribuciones comunes, públicas o colectivas, las cuales valdrán por su uso y mejoras que conllevan. Un posible comienzo sería comprometerse con la gente a la que se le dedica una investigación, antes que con las estructuras de poder; porque son los primeros los que sufran o gocen con los trabajos realizados y los cuales tienen el potencial transformador para alcanzar los cambios, mientras que las segundas no titubearan en desecharnos a la menor provocación de desestabilizar la explotación del hombre por el hombre.      

 El trabajo etnográfico y el antropológico deben tener un hondo vínculo popular. José Revueltas decía a los estudiantes en 1968 que el primer compromiso que tenían no era con el modelo modernizador o con los líderes del partido en el gobierno, sino con los campesinos, obreros y explotados, quienes de una manera u otra han construido y sostenido a las instituciones académicas en donde se habían formado. Eso lo escuché por ahí del 2003 y he tratado no alejarme de ello. Por tanto propongo, o más bien me propongo, en la consecuencia de lo posible, contribuir en la construcción de una labor académica que busque el empoderamiento de las clases subalternas, basada en volcarse sobre los intereses y exigencias de estas clases para trabajar para y con ellos, partiendo de un principio básico: los otros somos nosotros.

Bibliografía.

Graeber, David.

2004. Fragments of an Anarchist Anthropology. Prickly Paradigm Press. Chicago.

Krotz, Esteban.

1987. Utopia, asombro, alteridad: Consideraciones metateóricas acerca de la investigación antropológica. En Estudios Sociológicos, vol. 5, num. 14 mayo-agosto.


[1] La obra a la que me refiero es traducida de manera colectiva, colaborada y no profesionalmente por estudiantes de la ENAH. Algunos capítulos traducidos se encuentran en: http://fragmentosgraeber.wordpress.com/

[2] “[…]-as gifts.” Traducible como regalos, pero contextualizado en la antropología parece más indicado interpretarlo como dones en el sentido maussiano.

[3] Por “negro interés” me refiero a su pasado anarquista y a la referencia del color de la bandera de dicho movimiento. Aunque se podría interpretar también como obscuro y malvado si sabemos el fin de sus contribuciones.

Al campo de estudios de la antropología se le ha presentado en años recientes un fértil horizonte: los cambios que acontecen tanto en el contexto económico y mundial, como en sus espacios específicos de estudios. Cultura y antropología llevan parte en este proceso que se acentúa en sus transformaciones pero también en sus resistencias y negociaciones. La participación entre antropólogos, las instituciones nacionales e internacionales, económicas o políticas y la gente, aparece en una tensión que se resuelve de múltiples maneras, en posibilidades experimentadas, por experimentar e imaginadas. Los movimientos sociales es un tema que cruza esta doble cuestión y servirá para el problema presentado.

Por eso hay que preguntarle a la antropología por aquello que la hace competente para este momento económico y cultural y sus peculiaridades. ¿Cómo caracterizar los cambios a los que se enfrenta en la realización de su trabajo y los fenómenos  que surgen de las condiciones actuales? Y ¿Cómo comprender el vínculo cultural y político de la antropología con los movimientos sociales?

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La antropología busca continuamente su espacio de acción, donde hacer fértil su producción, el conocimiento. Se replantea su especificidad teórico-metodológica frente y sobre un mundo en vía rápida y sin frenos. Ubicada como parte de la tradición intelectual de las ciencias sociales, y como disciplina, la antropología puede ser entendida en el sentido de productora de “dominios a medida que crea su propia tradición” [Ortiz, 1998:169], apoyada por un cuerpo teórico, metodológico y técnico puesto en acción a través de la etnografía, y por tanto, se comprende que sus objetivos y consideraciones básicas se encuentran en la posibilidad de una continua revisión, para apartarse de conceptualizaciones estáticas, anquilosamientos “naciocentrístas” [Jimeno, 2005:49] o conservadoras [Ortiz, 1998:157]. Su objeto-sujeto de estudio, la dupla de culturas y quienes las significan y recrean, se transforma a través de las vicisitudes de la historia, y por eso a la antropología se le exige creatividad y flexibilidad teórico-metodológica, incompatibles al uso de lo que Kuhn define como paradigmas [Ortiz, 1998:164, 178] para su proceder en sus interpretaciones y posibles afirmaciones.

Por otra parte, decir que “el fenómeno colonial determinó la estructura de poder dentro de la cual se constituyó la antropología” [Escobar, 1999:100], tanto a nivel de institucionalización como de profesionalización, y no dejar de lado que su autoridad académica ya contaba con un curso propio[1], no es sentenciarla sino ubicarla en un lugar fundamental de los procesos en marcha por todo el mundo y del desarrollo propio de la antropología que acompañó a las potencias económicas y militares del siglo XX, así como a los proyectos nacionales con pretensiones industriales y ubicados como dependientes. Pero su pasado no la obliga a servir automáticamente al imperialismo, parafraseando a Warman [Jimeno, 2005:56]. Más aún, está acompañada de una capacidad crítica para mostrar “la profunda historicidad de todos los modelos sociales y el carácter arbitrario de todos los órdenes culturales” [Escobar, 1999:99]. La antropología cuenta con la condición de “cuestionamiento de aquello que se daba por supuesto y establecido” [Escobar, 1999:99] válida como herramienta crítica de su propia labor frente a su entorno.

Precisamente el capitalismo y la tecnología expandidas alrededor del mundo, son expresiones de la globalización como condición, como una “articulación concreta de la realidad”, “un contexto en el que todos estamos inmersos” [Ortiz 1998:178]. Aunque el concepto sea impreciso, como refiere Ortiz, se caracteriza como “conjunto de fuerzas que reorganizan el marco de las relaciones sociales” [Ortiz 1998:177], penetrándolas y redefiniéndolas, como partes que le constituyen, y no definido éste, la globalización, por la interacción entre dichas relaciones. Es por ello que cobra sentido y fuerza su propuesta de mundialización, como caracterización de globalización cultural, la cual se expresa en dos niveles, tanto en el arraigo social particular y por tanto con efectos desiguales e indiferenciados, como a nivel de universo simbólico, “espacio transglósico, en el cual diferentes lenguas y culturas conviven (a menudo de manera conflictiva) e interactúan entre sí” [Ortiz 1998:XXIV]. La mundialización es parte de la vida cotidiana y de sus hábitos, presentes en menor o mayor medida, producto de la negociación, pero  por ello es un “proceso real, transformador del sentido de las sociedades contemporáneas” y no falsa conciencia o ideología impuesta exógenamente [Ortiz 1998:XX].

Frente a este panorama donde se conjuntan una antropología capaz de replantearse continuamente sus propios horizontes conceptuales y metodológicos reconociendo sus tradiciones críticas y autocríticas, además de un mundo en procesos económicos y tecnológicos interactuando con expresiones culturales mundializadas, el antropólogo se enfrenta a un contexto de investigación ampliado, dispuesto por el mundo entero y que las condiciones para explicarnos los fenómenos observados se encuentran sujetas, en muchos sentidos, a elementos económicos y políticos que trascienden las fronteras establecidas en los procesos de construcción de los estados nacionales. Ambas observaciones hacen énfasis en la “desterritorialización” de la cultura [Escobar 1999:103] y del mundo, así como de su abordaje desarraigado [Ortiz 1998:183]. Nuestra participación en la investigación tiene, por tanto, que enjuiciar los lazos propios con la identidad nacional y a su vez, considerar al ámbito de investigación, individuos y culturas, prácticas y significaciones, ya no más limitadas y localizadas por su circunscripción territorial, como si ésta operara independientemente; y sin perder de vista el hecho de que los resultados de nuestras investigaciones pasan por una relación estrecha con el ámbito político local y hasta mundial.

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En el contexto de Latinoamérica y gran parte del mundo de los últimos sesenta años se ha entendido como unidireccional la puesta en marcha del desarrollo, tanto como “sinónimo de crecimiento económico con expansión rápida y sostenida de la producción, la productividad, el PBI y el ingreso per cápita” [Ávila, 2000:438], como “el proceso dirigido a preparar el terreno para reproducir […] las condiciones que se suponía caracterizaban a las naciones económicamente más avanzadas del mundo: industrialización, alta tasa de urbanización y de educación, tecnificación de la agricultura y adopción generalizada de los valores y principios de la modernidad, incluyendo formas concretas de orden, racionalidad y actitud individual. [Escobar. 1999:100]. Sumados al proyecto nacional o al compromiso político social militante, para algunos antropólogos esta descripción fue incuestionable, pues es tomada como “epistemología realista” [Escobar, 1999:108], pero ello tiene una implicación política que no habría que dejar de lado, pues existe una “violencia silenciosa” [Escobar, 1999:116] en el discurso del desarrollo, porque “suscribe un marco de referencia […] que ha posibilitado una política cultural de dominio” [Escobar, 1999:115]. El “logro” antropológico de intervenir en la realización y diseño de políticas de intervención en desarrollo inducido, financiadas por organismos internacionales y estados nacionales, habría que tomarlo con menos entusiasmo pues lejos de ser neutrales han obrado teniendo como objetivos concretos la “estatalización y gubermentalización de la vida social, […] la implicación de países y comunidades en las economías mundiales de modos muy concretos , y la transformación de las culturas locales en sintonía con los estándares y tendencias modernas, […] basadas en nociones de individualidad, racionalidad y economía” [Escobar, 1999:112-113].

A ello, los movimientos sociales actúan como sistemas “de significados que impugna(n) el que los aparatos tecno-burocráticos intenten imponerse sobre los acontecimientos individuales y colectivos […]”, es decir, sobre la construcción autónoma de los individuos y los grupos ejecutadas a través de políticas de intervención en la cotidianidad [Melucci, 1999:107]. En las expresiones latinoamericanas estos movimientos, compuestos de redes sumergidas en la vida cotidiana y con posibilidad de extender sus alcances políticos y culturales más allá de éstas [Escobar, 1999:155], se plantean como “guerras de interpretación” [Escobar, 1999:143], donde la noción de política cultural adquiere un sentido más antropológico si observamos a las “prácticas culturales cotidianas como un terreno para, y una fuente de prácticas políticas” [Escobar, 135-136]. Pues las disputas culturales en las que se envuelven son constitutivas para “redefinir el significado y los límites del sistema político” [Escobar, 1999:143] y en ellas se enactúan[2] las políticas culturales de los movimientos sociales enfrentadas a la cultura política dominante, a través de la puesta en acción de prácticas e instituciones alternativas de su cultura política, es decir aquella “construcción social particular de cada sociedad de lo que cuenta como político”[Escobar, 1999:144], develando las formas del “autoritarismo social” [Escobar, 1999:135]       

La propuesta del “postdesarrollo” que apunta a “desestabilizar las bases” [Escobar, 1999:110] del discurso del desarrollo desfamiliarizandolas; cooperando a reivindicar las contribuciones de los movimientos, ya sea sus conocimientos y experiencias, como a “ desvelar los mecanismos de producción de conocimiento […] inherentemente político(s), […] relacionados  con el ejercicio del poder y la creación de modos de vida” [Escobar, 1999:114], es tomada como característica teórica primordial de Escobar. Su propuesta de práctica política, parecería inclinarse por una epistemología realista, otorgándole al discurso del desarrollo un nivel instrumental al servicio de los movimientos sociales, la cual opta, en última instancia, por un compromiso de igual intensidad entre lo nacional como lo político “en relación con las culturas locales” [Escobar, 1999:124]. Su controversia radica en que nos enfrentamos a fronteras políticas y culturales rebasadas a partir de los mismos actores locales que protagonizan esos  movimientos, cuando sus mensajes van más allá de las fronteras y ponen énfasis en sus especificidades, a la vez que es inevitable la visibilidad de los violentos resultados locales que acompañan a la ejecución de programas y políticas diseñados desde el los diferentes organismos supranacionales (BM, FMI, Wall Street) o las política culturales unilaterales de los estados.

En este sentido no hay nada “post”, el desarrollo seguirá implicando una práctica de la cultura política dominante por más adjetivos o prefijos que le impongamos. El debate por hacer o no hacer antropología aplicada está rebasado. Cualquier ámbito antropológico implica ya una aplicación de conocimientos, que estos tengan una dimensión política es ya una obviedad, pero el punto se guiará hacia ¿quién se beneficia de esas relaciones de poder? Los antropólogos no podemos conformarnos con replantearnos a profundidad el compromiso con del desarrollo [Escobar, 1999:129] y alentarlo para después mitigar sus efectos nocivos y opresivos, por lo demás la propuesta de Escobar es harto apreciable. La participación conjunta entre activistas y antropólogos tiene amplio terreno fértil de trabajo en alternativas que cuestionen radicalmente el curso “inevitable” que toma el capital y la estructuración política estado-nacional. Es momento de plantearnos qué tipo de acciones metodológicas y teóricas adoptaremos o ingeniaremos para tratar con movimientos sociales que buscan la transformación profunda hacía mantener relaciones recíprocas y respetuosas  con un mundo sin frenos.

Bibliografía:

Ávila Molero, Javier.

2000. Los dilemas del desarrollo: antropología y promoción en el Perú. En Degregori, Iván Ed. No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana. Red para el desarrollo de las ciencias sociales en el Perú. Lima.

Escobar, Arturo.

1999. El final del salvaje. Naturaleza, cultura y política en la antropología contemporánea. Instituto Colombiano de Antropología/CEREC.

García Canclini, Néstor.

1987. Políticas culturales en América latina. Grijalbo. México, D.F.

Jimeno, Myriam.

2005. La vocación crítica de la antropología Latinoamericana. En Antípoda. Revista de Arqueología y Antropología” Universidad de los Andes #1 julio-diciembre. Bogotá.

Krotz, Esteban.

1987. Utopia asombro y alteridad: consideraciones metateóricas acerca de la investigación antropológica. En Estudios Sociológicos. V. 5 #14 mayo-agosto. D.F.

Melucci, Alberto.

1999. Acción colectiva, vida cotidiana y democracia. Ed. El Colegio de México,

Centros de Estudios Sociológicos. México D.F.

Ortiz, Renato.

1998. Otro territorio. Ensayos sobre el mundo contemporáneo. Convenio Andrés Bello. Bogotá.  


[1] A propósito señala Krotz [1987:285], la consolidación de la antropología, como disciplina científica, es resultado del “reconocimiento social de un campo de conocimiento”. Presente en dos formas: como procesos internos entre investigadores con afinidades en la investigación antropológica,  y como expresión de la división social de la producción del conocimiento.

[2] “El enfoque enactivo […] conlleva un acoplamiento entre cultura y política que enactúa (hace emerger) nuevos mundos o posibilidades de significación y práctica.” [Escobar, 1999:143]

I

La antropología, aunque disciplina científica más o menos reciente, tiene una honda relación con la forma de conocer el mundo para el ser humano. Por un lado, el conocimiento de lo propio ha estado acompañado del “encuentro” inevitable con lo ajeno, con la diferencia materializada por la distancia y la proximidad entre pueblos y sus tiempos, con aquello que rebasa su horizonte conocido; por el otro, la visión “propia” se encuentra tensionada frente a aquello que se le diferencia, la seguridad y certeza que le imprime un cuadro de la realidad, “su realidad”, se ve amenazado o cuestionado por aquellas diferencias encarnadas por iguales, o por lo menos congéneres. Tanto el encuentro como el asombro, sientan las bases de la formulación de la alteridad entendida como categoría, es decir, como “elemento de clasificación”[1] reconocible en diferentes momentos de la historia.

La alteridad centra la vocación del antropólogo en una pregunta antropológica vinculado a la traducción entre la identidad y la diferencia, relación dialéctica y posibilidad dialógica donde el encuentro y el asombro se recrean a través de la puesta en acción del proceso de investigación donde acontece una relación recíproca de asombro, entre quienes se avocan a investigar y los individuos a quienes se les estudia. Para el investigador como para informante o colaborador, el asombro puede entenderse como “cierta dimensión de incomprensibilidad e ininteligibilidad de lo otro en primera y última instancias” [Krotz,1987:299] para iluminar las posibilidades de explicarnos el mundo en conjunto y desde ambos polos del encuentro.  

Si bien la antropología ha luchado buena parte de su historia para ser reconocida como ciencia, ello no ha evitado que reconozcamos en el vasto acervo literario las bases teórico-metodológicas de nuestro quehacer, ya fuese en los clásicos griegos, los diarios de viajes o en la literatura utópica. Allí, se reafirma la presencia del asombro y la alteridad cuando la pregunta antropológica las revisa. Aún en la ficción es posible percatarnos de las posibilidades de pasar por alto el asombro y reducirlo a una tensión donde sólo uno de los polos se autoriza a discernir la diferencia sin compartir en forma mutua el asombro. Más aún cuando los códigos implican referentes significativos para ámbitos distintos e interés encontrados.    

II

La antropología está en un lugar preferente para dar cuenta de los distintos modos de ver al mundo. Su aproximación empírica y de orientación dialógica, expresada en el proceso del trabajo sobre terreno y con personas con afinidades y diferencias, le permite una ventaja frente a las conjeturas previstas por la experimentación inductiva y los encuadres rígidos y totales de las nociones teóricas tomadas como “regímenes de verdad” [Foucault, 1973:88].

Si bien el aspecto científico de la antropología difiere metodológicamente de otras disciplinas sociales, sobre todo por su carácter etnográfico principalmente, es él mismo que le ha llevado a enfrentar múltiples críticas sobre su estatus de ciencia. Yo no seré quien defienda ni quien entierre dicho status, sólo sugiero que el producto básico con el que trabaja la etnología o la antropología social, es aquel que recaba un etnógrafo a través de sus herramientas primarias, su cuerpo y sus ojos entrenados, ello implica que la información que se obtiene contenga, en gran medida, la experiencia de un individuo diferenciado pero también participante de alguna colectividad que le reconoce. Ello no desmerece la calidad de dicha información, la enriquece al momento de producir el producto etnográfico, cuando explicite el productor etnográfico sus limitaciones personales, su contexto y la conexión con la selección de estrategias, técnicas y fuentes usadas durante la investigación, así como las especificidades metodológicas a las que se adecuó la investigación, dados los imprevistos de campo y la voluntad de los actores.

Cuando la investigación antropológica carece de la posibilidad de vínculo entre la etnografía y otras ramas del conocimiento disciplinado por procesos históricos, en los amplios parámetros de la llamada ciencia, se pierde la oportunidad de contextualizar situaciones significativas que en las estadísticas no aparecen. Que por cierto en la historia tampoco han figurado, sino como secundarios o exóticos, enfermos o transgresores. Sensibles en inmersiones contextualizadas, ubicadas desde un observador, las “otras realidades”, significativas por quienes las hacen conocimiento y práctica, pertenecen al orden de quienes las llevan a cabo, las producen y participan de ellas, en entornos marcados por el continuo cambio y en frente a condiciones económicas y sociales específicas, o por lo menos predominantes.

Hacer obvias las preconcepciones de las llamadas “ciencias duras” (física, química, biología) y los contextos que los significan, venga al caso de la representación bidimensional y sus diversas prácticas y percepciones en las distintas convenciones culturales [Viqueira,1977:104] como ejemplo, y aquellas que predominan entre actores políticos en conflicto, -ojo, que no de ideas solamente- son algunos de los retos que debe de librar  de la etnografía en específico, pero de la antropología como un deber para mostrase clara y seria en sus intentos de colaborara con conceptos que revitalicen las reflexiones sociales.  

Pseudoconcluciones

El lugar de la antropología lo delimita el propio contexto social y cultural de los que interactúan en el proceso del conocimiento. Moverse en él, implica moverse entre diferentes realidades, experiencias vividas por sujetos concretos que conforman colectividades y a la vez, éstas los recrean. Su tarea se podría enmarcar en la aprehensión de dichas experiencias y ubicar las expresiones cualitativas de la alteridad donde se reformule la posibilidad del asombro, por donde se asome la posibilidad utópica tanto de aquellos que las conciben como posibilidades de acción como para aquellos que las estudian.

 

Bibliografía

 

K. Le Guin, Ursula.

1979. El nombre del mundo es bosque. Minotauro. Buenos Aires.

 

Krotz, Esteban.

1987. Utopia, asombro, alteridad: Consideraciones metateóricas acerca de la investigación antropológica. En Estudios Sociológicos, vol. 5, num. 14 mayo-agosto.

 

Viqueira, Carmen.

1977. Percepción y cultura. Un enfoque ecológico. Ediciones de la Casa Chata. Distrito Federal.

 

Watzlawic, Paul y otros.

1993. La realidad inventada: ¿Cómo sabemos lo que creemos saber? Gedisa. Barcelona.

 

Foucault, Michel.

2001. Un Dialogo Sobre El Poder Y Otras Conversaciones. Alianza editores. Madrid. 


[1]3. f. Uno de los diferentes elementos de clasificación que suelen emplearse en las ciencias.

 Real Academia Española. Vigésima segunda edición.  http://www.wordreference.com/es/en/frames.asp?es=categoría.

 

1.- Antivaguardismo . Rechazar la formación de élites que impongan elaborados análisis estratégicos para que las masas los sigan al pie de la letra.

2.-Etnografía. Proveé sólo un modelo bastante burdo, como  un modelo incipiente para trabajar una práctica intelectual revolucionaria, sin mayores pretensiones. Ver lo que la gente hace y tratar de encontrar las lógicas escondidas simbólicas, morales o pragmáticas que yacen en sus acciones. Uno trata de relacionar como tienen sentido los hábitos y acciones de las personas, a veces en formas en que sólo el observador y participante se imagina. Lo radial vienen cuando ponemos atención a quienes crean alternativas viables de vida social, que traten de proyectar la amplitud de implicaciones de un actuar así, y ofrecer esas ideas de vuelta, a quienes se observa y conoce, no como prescripciones sino como contribuciones, como dones.

3.- Los principios básicos de del anarquismo –auto organización, asociación voluntaria, apoyo mutuo – refieren a formas del comportamiento concebidas, en su momento, como elementos que han acompañado a la humanidad.

Parafraseadas del panfleto “Fragments of an Anarchist Antrhropology” de David Graeber. Prickly Paradigm Press, Chicago, 2004.