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Contraste

«… y sé que no podré volver a verte jamás»

I

¡Esto no es lo que yo quiero!

¡Esto no es lo que yo buscaba!

Yo quisiera

Que todo terminara en este instante

Que todo desapareciera

¡Todo!

Menos ella.

II

Y sé que este dolor no se irá nunca

Aunque todo desapareciera

Aunque yo desapareciera.

LA FAMILIA – Cuarta Parte: La Amistad y la Familiaridad

Por A. Cortés:

Cansado de que nadie lo comprendiera, Ánfer compró a un típico vendedor un boleto para el último viaje de su vida. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera arreglar todos sus pendientes e irse para siempre, olvidándose de todo y de todos; pero ya se había convencido de que era lo mejor en lo que podía gastar su fortuna. Y era lógico que el viaje costara tanto: al fin, después de una búsqueda exhaustiva que había tardado 436 meses, los ingenieros, astrónomos y arqueólogos reales habían encontrado escondida en una canastita en la cima de la colina más alta del mundo, a La Felicidad. Sin dilatarse habían renegado los escépticos. Mas no era una felicidad, como había pasado años antes con el fracaso del Valle del Gusto; ya lo habían confirmado los expertos tras un examen cronomatográfico, definitivamente era “La” Felicidad. ¡Pero claro que vendieron inmediatamente un viaje doble hacia la colina! Y hubieran vendido cientos más, si no hubiera sido porque ningún tren soportaría el sinuoso trayecto sin destartalarse en segundos; ninguno, más que el X88HG-32Q 3000. Ánfer sólo había oído rumores sobre esta máquina maravillante de la mecánica moderna. Había sido tan cara de construir, que era única, y sólo había alcanzado para ponerle dos asientos.

Así pasaron muchos meses.

Un auto viejo pero cuidado y reparado varias veces, se estacionó en un angosto cajón dibujado, a cuyos lados nadie se había detenido aún. Era muy temprano. Sehal bajó del coche y, ajustando su sombrero a su reacia cabeza, dejaba ver que sufría la talla y media que le faltaba. Lo había vendido todo, menos su ropa vieja y el coche abandonado de sus difuntos padres, para comprar el segundo pase para el viaje. Ánfer, a quien a lo lejos ese tipo le pareció muy extraño y chistoso, tosió disimulando una risa maliciosa mientras caminaba hacia el mismo punto. Se sentía nervioso por su próxima travesía, y no podía esperar más. Como estaba estipulado, puntualmente, Sehal y Ánfer llegaron a la Estación Extraordinaria de Trenes Extraordinarios del Centro a las 4:36.

Cuando estuvieron uno frente al otro, hicieron al mismo tiempo un ruido que tal vez fue un saludo. Pasó un ratito antes de que ninguno hiciera nada más. Luego Sehal habló en voz ronca, que revelaba que no hacía mucho tiempo que había triunfado su despertador: “Me dijeron que ya habría salido el sol a esta hora; bueno, yo no conozco por aquí”. Ánfer apenas volteó a verlo, se veía más bien ansioso por el viaje, volteando a revisar toda minucia del boleto: que si estaba bien escrito su nombre, que si había visto bien la hora, que si sí era un boleto de la EETEC y no de la EETEP… “Pero bueno, no importa mucho el sol allá a donde vamos” se respondió a sí mismo Sehal; su voz adormilada prometía suavizarse, tal vez cuando fuera más tarde.

Cuatro minutos después, un hombre gordo de bigote grueso y anchas manos se les acercó. “Bienvenidos, señores. Me place que se hayan convencido de hacer este viaje tan extraordinario, que sólo nosotros, la EETEC, ofrecemos. En siete segundos llegará aquí el tren Equis Ochenta y Ocho Hache Ge Guión Treinta y Dos Cu Tres Mil, (en eso llegó el tren) que los llevará en un trayecto directo a La Felicidad. Tomen en cuenta que la colina más alta del mundo es tan alta y está tan lejos, que el viaje más veloz tomará unos varios… pues mucho tiempo. Ningún maquinista puede acompañarlos, pero este tren se maneja solo; y con mucha pericia, ya verán. Cada quién tendrá un pequeño cuartito, y todos los víveres que puedan necesitar los encontrarán en saquitos etiquetados con el nombre de su alimento. Es todo. Pasen por aquí para abordar, denme sus boletos”. El hombre de uniforme cortó en dos partes cada rectangulito de cartón, y después de dejarlos sentados uno al lado del otro, se fue.

Ánfer miraba fascinado cada pequeño detalle del tren, mientras Sehal veía cómo le hacía para acomodarse de la mejor manera en su apretado asiento. Después de un silbido que se quedó muy por debajo de la espectacularidad de la ocasión, el tren arrancó solo con una velocidad que lo hacía parecer vuelo. Ese día fue el primero en el que se vieron Ánfer y Sehal. Pasaron así muchos.

Desconfiaron primero de la comodidad de la compañía; después de todo, ninguno de los dos había tenido que verle la cara a una misma persona con mucha frecuencia; mucho menos diario. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que no era tan desagradable su situación, y de que con la voz de uno o de otro podían pasar el tiempo sin hartarse más de lo que se hartaba cada uno en su ciudad. Una mañana, mientras Sehal veía salir el Sol, maravillado preguntó a Ánfer: “¿No te parece que el color de las nubes está cambiando mientras más nos acercamos a la colina más alta del mundo?”, “Yo pienso que cambia mientras más nos acercamos al desayuno, más bien”. Y así por mucho tiempo sus conversaciones versaron sobre La Felicidad: estuvieron hablando sobre la forma que tendría, sobre su tamaño y su color; hablaron también de cómo iban a repartírsela, y de que si no podía partirse, qué días la tendría cada quién.

Después de unos meses, otros muchos temas comenzaron a aparecerse de a poco en las conversaciones. Hablaron de sus pasados, de sus proyectos. Contaron anécdotas graciosas, y se incomodaron mutuamente con pláticas pesadas. Y no mucho tiempo después empezaron a inventar juegos de destreza para divertirse. Inventaban cuentos y turnándose el otro desbarataba el del uno, metiendo nuevos personajes y giros en la historia; escribían e intentaban memorizar palabra por palabra el texto del otro; aprendieron a cantar en armonía y repasaban sus tonadas preferidas; ambos conversaban a veces hasta muy noche y se olvidaban del tema inicial.

Muchos años estuvieron notando leves cambios en el paisaje: nueva vegetación, nuevas flores, a veces montes nuevos a lo lejos. Un día, por fin el tren topó con una inclinación: habían llegado a las faldas de la colina más alta del mundo. Emocionadísimos, esperaron a que el tren se dispusiera automáticamente para comenzar el ascenso veloz hacia La Felicidad. “Apenas lleguemos, me tenderé en el suelo a dormir quieto, dijo Sehal, no recuerdo ya cómo se siente la tierra inmóvil”. Ánfer sonrió diciendo “eso si todavía puedes dormir sin el arrullo del ajetreo motorizado”. Justo cuando los dos iban a ir a sus cuartos a cambiar sus ropas informales por algo digno del momento, un rechinido los pasmó. Luego otro, y una pequeña bocanada de humo abrió un igualmente pequeño boquete en la reluciente lámina del tren. El motor, cansado, dio sus últimos jalones a las bandas, que reventó como si les tuviera tirria, y al final el sorprendente X88HG-32Q 3000 chilló como un metálico animal enfermo, y se detuvo con todo y su escándalo.

“¡¿Qué?!”, gritaron al unísono Ánfer y Sehal. La colina más alta del mundo era incaminable, su inclinación era tan ridículamente pronunciada que hasta parecía que se les vendría encima como una pared desbalanceada. Después de que pasaron el primer silencio amargo que cayó sobre de ellos, decidieron salir a ver las fallas. Ninguno tenía ni la más mínima idea de cómo reparar el tren. Vieron hacia arriba como si fueran a facilitar el camino de la colina con sólo quererlo.  “Bueno, dijo Ánfer, iré a ver si se nota un pueblito a lo lejos, y te aviso para que vayamos a buscar quién nos ayude”. “Mejor vamos los dos, como ya está haciéndose noche será más fácil encontrarlo si ambos buscamos”.

Caminaron por la noche hasta cansarse, pero disfrutaron mucho del suelo firme bajo sus pies. Por muchas noches vagaron lejos de la colina, platicando gustosos. La olvidaron. Se olvidaron al tiempo del tren, y siguieron caminando juntos, aprendiendo más del Cielo silencioso de lo que habían podido dentro del rugido de la máquina. Se olvidaron del camino de vuelta. Se olvidaron de su viaje. Una de esas noches, Ánfer pudo ver por primera vez la magnitud de cada estrella; Sehal miró de pronto la maravilla en sus ojos colgados del profundo azul obscuro de la noche alumbrada por la Luna, y le dijo entonces: “Oye, y dime, ¿cómo te llamas?”. Éste bajó la vista queriendo notar el temple del hombre chistoso que alguna vez había visto con su sombrero apretado a su grande cabeza, y se rió “supongo que no importa, si hasta ahora se me había olvidado decírtelo”. También riendo, “Ya te pondré un apodo”, dijo Sehal, y en cuanto la luz de la madrugada pareció alumbrar un pueblo a lo lejos, y el viento matutino trajo lejanas conversaciones, puso su mano en el hombro de su amigo.

LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padre desnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen que cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.

LA FAMILIA – Segunda Parte: La Casa y la Aventura

…el árabe sonriente escuchó con atención,
a quien le leyó con buena voz y con paciencia
que en ciudades la amistad es el más grande de los bienes,
y que en ayudar a los amigos está el máximo agrado,
y que el bien de cada cosa la resguarda y la mantiene.
Sin responder, el árabe siguió sonriendo y continuó pensando largo rato
en las caras alegres de cada uno de sus hijos.

– Al-Fahayut, Historias Breves de Días y de Noches Memorables.

Por A. Cortés:

No son pocos los que predican que lo mejor en el mundo es ser extranjero en todas partes. No estar atado a nada, no venir de ningún lugar ni ir a ningún otro. No estar obligado por nadie. Ser un aventurero. Ser el aventajado viajero que en todos lados es atendido con una parafernalia festiva, de ésas dignas de dedicarse a un hijo que regresa con los suyos después de un largo viaje, pero sin las molestias que trae serle bien conocido a los anfitriones: se le recibe con sonrisas, bienvenida, comida, asilo, plática suave y pocas preguntas para no pesar sobre el cansancio. Y al poco rato del reposo, a continuar la travesía. Quien es huésped en todos lados disfruta a su antojo de lo que todos están dispuestos a darle para complacerlo; y mientras, sigue corriendo sin rumbo mientras le queda aliento.

No es innoble tratar de vivir sin necesitar de los otros más que lo que están dispuestos a regalar. Nadie admitiría como preferible que todos fuéramos dependientes de los otros e ineptos para controlarnos a nosotros mismos; a nadie le gusta necesitar mucho de alguien más. Y ya encaminada hacia la emancipación, la vida del aventurero promete un caudal de placeres multicolores, de panoramas memorables y, más importantemente, promete la fuerza suficiente para dominarse en cualquier situación sin temor alguno. Nadie más autosuficiente que el aventurero, nadie más apto para cualquier lugar del mundo que quien  ha recorrido cada una de sus sendas.

No podría ser tan bueno todo. Este catálogo de ventajas emocionantes es engañoso y turbio, porque oculta en letras pequeñas el verdadero sacrificio. Sólo es posible la vida de aventura accediendo al pago de un precio muy alto: vivir aventado al mundo es sacrificar la casa. El que es extranjero en todas partes ya no tiene a donde regresar nunca. Las bienvenidas cálidas no cargan al viajero con el montón de preguntas incómodas: éstas sólo las hace el interesado por quien llega, el que lo ve como suyo. La calidez superficial oculta lo helado del abrazo a un extranjero. Cuando alguien se ha arrancado de la familia, no tiene quien lo vea como suyo, y por eso él mismo no tiene suyos.

El lugar de lo propio es la casa. Quien quiere ser completamente independiente de lo que en ella ocurre y de lo que alberga se queda sin nada más que consigo mismo; pero este alejamiento es doloroso principalmente por dos razones, difíciles de demostrar pero fáciles de ver: la primera, porque tenerse sólo a sí mismo implica no tener dónde guardarse, y por tanto, no tener cómo protegerse de lo ajeno. Es la máxima exposición. La segunda, es que una vida sin amistad no vale la pena vivirse. Y es infinitamente más pesada la tristeza en soledad que la que se carga con amigos.

Los familiares no son necesariamente los mismos que los amigos; sin embargo, el movimiento que pretende separarse para siempre de la casa tiende también a la disolución de los lazos amistosos con cualquiera de los que conviven en comunidad. Alejarse de la familia y acercarse a un amigo es buscar una nueva casa; es un intento por encontrar un lugar en el que asentarse y resguardarse. Incluso el viajero que anda con amigos tiene hogar. En otro caso, la nueva familia, la del hombre maduro que deja a sus padres para convertirse en uno él mismo, no es la vida arrancada del aventurero, es la del fundador de una nueva casa. La amistad peculiar que comprende cada uno de los lazos de la familia da al hombre su lugar en la comunidad, y en el enjambre de tales relaciones están también enlazados los amigos. Es indispensable que entre unos y otros haya comunidad, y que compartan la pertenencia al lugar.

La pérdida radical de la casa es por eso una desnaturalización de la vida, y algo así no puede verse de otro modo que como un movimiento violento. Por el contrario, la cercanía de los nuestros es, en la mayoría de las ocasiones, evidente durante nuestro crecimiento (pues nadie que sepamos ha nacido de la tierra) y constante en la cotidianidad citadina, pueblerina o campesina. Y como hay modos buenos y modos malos de darse de todas las cosas naturales, es posible explicar que nuestras relaciones interfamiliares puedan ser sanas o enfermizas según un modo de apreciar la constitución de la casa. Que haya descontento entre familiares y amigos no quiere decir que no son éstas relaciones que convienen al ser humano. Hay las que llaman “familias disfuncionales”, y eso no lo niega nadie. Pero un hogar en el que se puede estar y contar con los nuestros es la condición normal y fundamental del hombre. Es una condición social.

El aventurero es el más solitario y triste de los hombres, porque no pudiendo estar resguardado con los suyos, en toda tierra es extranjero y nunca un abrazo significará la bienvenida apacible del regreso; sino sólo la sorpresa pasajera, siempre acompañada de un hilito de sospecha, que causa lo foráneo.

La cama pública

the lion roaring behind the door of the closet turned out,

when that door was opened, to be a little, domesticated cat.

Libertad, igualdad y fraternidad fueron las promesas de la revolución ilustrada, y con ella los objetivos de la vida política moderna. El éxito paulatino en la realización de los ideales modernos ha modificado insospechadamente nuestra vida política, pues ahora parece que estamos pendiendo de un hilo mientras intentamos conservar la unidad social. Mucho se dice, sobre todo en los círculos conservadores, que nuestro problema es de valores, y con ello se sugiere que nuestra solución está en la educación. Mucho se dice, sobre todo en los círculos progresistas, que nuestro problema es de hechos, y con ello se sugiere que nuestra solución está en la implementación de programas adecuados de acción. De uno y otro lado se dice que lo indispensable es contar con un grupo de expertos que nos sepa guiar. Sin embargo, lo que se oculta hablando así es que se espera manejar la vida privada desde la esfera pública. Por mi parte, yo creo que sus argumentos tienen una carencia esencial: creen que lo público se puede medir con la misma tasa que lo privado, o lo que es lo mismo que la familia es cuestión de política pública así como un estado es una representación en letras grandes de un hogar.

Es cierto, por un lado, que la familia es un núcleo que permite discernir entre lo público y lo privado, pero también es cierto, por otro lado, que la distinción primaria de entrambos es anterior a la familia. Basta recordar, al menos, aquel eslabón de la dialéctica erótica de la historia relatado por Heródoto en el libro primero de las Historias, donde se muestra la desmesura ineluctable de Candaules al divulgar los secretos del propio lecho: la intimidad, el primer estrato de lo privado, se determina a partir de eros. Nótese, además, que el rasgo primero de lo privado no funda familia, pues no toda relación erótica es reproductiva. O dicho de otra manera, la familia no ha de tener necesariamente un sustrato erótico.

Obviamente, para todo lector de los clásicos ha de ser evidente que es precisamente eros lo que más hace tambalear a la vida pública, que eros es el mayor peligro político. Piénsese, por ejemplo, que los problemas maritales entre Agamemnón y Clitemnestra, así como sus respectivos idilios con Casandra y Egisto, dejan al pueblo argólico en vilo al final del primer tanto de la Orestíada. Eros no funda familias, pero sí las disuelve, y disueltas la comunidad languidece. Otra cosa es preguntar qué pasa cuando eros sí da forma al núcleo familiar.

La volatilidad de la sociedad en las manos de eros moduló la configuración contemporánea de lo privado. El ideal ilustrado de la libertad, libertad ineludible a la condición de todo sujeto moderno, se esgrimió como la bandera de batalla durante la revolución sexual del siglo XX. La esperanza de libertad de los revolucionarios sexuales se orientó a eliminar las diferencias entre lo público y lo privado en cuanto al erotismo, inoculando la vida pública de una saturación obsesiva por el sexo, que es tan indiferente, instantáneo y pasajero como para distribuirse en grandes cantidades bajo la forma de una necesaria e indispensable liberación mecánica de energía (libido) asequible como derecho para todo ser humano. De ahí vienen las políticas de salud pública, la educación sexual y la exposexo.

Disuelto el primer estrato de la privacidad mediante la publicación de la vida sexual, queda el núcleo familiar como remanente de la distinción entre lo público y lo privado. Sin embargo, envuelto en la bandera del segundo principio ilustrado, el feminismo vino a instaurar la igualdad entre los seres humanos y con ello a disolver en la familia misma los límites mentados. Transfigurando en roles las diferencias, la nueva igualdad entre los sexos garantiza un socialismo de colchón en el que la madre contribuye al progreso familiar como workhouse, el padre participa de las tareas domésticas preparando botana para los invitados, jugando con el bebé o lagrimeando con la telenovela del horario estelar, mientras ambos se enfundan en jeans para llevar los pantalones en casa.

A mi modo de ver, sólo queda otro estrato de la privacidad que puede fundar comunidad ―pues fundando todo en la familia, la comunidad sería indistinguible del clan o la tribu―: la amistad. Sin embargo, es sencillo ver que con el establecimiento gradual del tercer ideal ilustrado muy pronto la amistad podrá ser substituida por la filantropía científica que lo mismo modifica secuencias genéticas para beneficiar a tal grupo poblacional, que recauda víveres para los caídos en desgracia. Eros banalizado, la philía amenazada, y disipándose el raro punto medio entre ellos que da esencia a la relación familiar, los revolucionados cada vez tenemos menos por que vivir, aunque más aparatos, prerrogativas y entretenimientos para displicentemente pasar el rato inventando la felicidad.

Námaste Heptákis

Coletilla: ¿Y dónde están los prohombres de izquierda enlistados en la defensoría de los derechos humanos ante el caso de Orlando Zapata Tamayo? ¿Y dónde estarán cuando nos sea impuesto nuevamente un paro de labores en la UNAM el próximo día 16 de marzo? Además seguimos pidiendo la liberación del auditorio Justo Sierra.

LA FAMILIA – Primera Parte: Publicidad y Privacidad

Por A. Cortés:

Creo que nunca había estado rodeándome con tanta fuerza la pregunta por la naturaleza de la familia como esta semana. Obviamente, tiene su causa en la reciente aprobación de los matrimonios entre homosexuales, con cuyas tan habladas particularidades no tengo intención de hartar a nadie por lo pronto. Más bien fue a modo de ejemplo de situación extrema, que este evento ha puesto muy en claro para mí el hecho de que necesitamos tener una comprensión más o menos pensada de la familia si acaso queremos hablar bien sobre las formas de organización de nuestra sociedad. Y digo situación extrema porque, al no ser evidentes la presencia masculina-femenina, y al no poder procrear, el caso encarna las especulaciones sobre la posibilidad de desarrollar una familia cuyos miembros ejerzan las “funciones” de cada cual por convención y voluntad, sin ninguna necesidad natural. Fue por esta confrontación que me pregunté por el modo de ser peculiar de esta organización que llamamos comúnmente “familia”.

Todo encuestado (porque realicé una suerte de encuesta sin papel ni rubros prediseñados) respondió que la familia es un núcleo social, de un modo u otro. Esa frase, “núcleo social”, creo que se refiere a que la familia es un elemento de la sociedad de manera muy básica: una parte mínima fundamental, rota la cual se pierde toda posibilidad de que se origine una sociedad, aun partiendo de sus fragmentos. Como si dijéramos que una sociedad hecha de pedazos de familias no es sociedad y hecha con familias sí. Digo, no pretendo que hacer sociedades sea como preparar enchiladas, mezclando familias y viendo qué pasa; sólo quiero indicar que, como elemento, es necesaria la familia en buen estado, sana y completa, para que una organización grande como la de un país pueda llegar a asentarse. Y todo esto, en caso de que, en efecto, sea como dice la mayoría, un núcleo.

En tal supuesto en el que todo funciona “como debe de ser”, la familia en la base de la sociedad está en buenas condiciones porque sus miembros participan de cierta relación fundamental de la manera propicia. Cada cual se comporta como debe dependiendo de quién es con respecto a los otros miembros. Si los que se unen están bien organizados, diremos de la organización que es buena. Por lo tanto, su bondad en cuanto a la organización refiera, tiene que poder verse en las relaciones que tienen unos con otros. ¿Cómo podríamos averiguar en qué consisten las relaciones que contraen la buena composición de una familia?

No creo que sea posible en pocos minutos y en un lugar angosto hacer un examen meticuloso de las particularidades que corresponden a la familia; por eso, lo mejor será que me dedique ahora al modo en que se cohesionan los miembros de esta organización social, y ya después abundaré cuanto me sea posible en entradas posteriores. Es más, creo que hasta podrá abundarse al respecto de esta cohesión, que sólo muy generalmente tocaré ahora.

Estaba pensando que cuando hablamos sobre la familia, usamos adjetivos posesivos iguales a los que nombran los objetos de nuestra propiedad, como nuestra ropa o nuestras herramientas. La semejanza en el uso, sin embargo, tiene a la vez una nota distintiva que nos permite diferenciar a nuestros familiares de nuestras pertenencias. Fijando un poco la atención, resulta que mi padre no recibe su calificación  como algo que tengo bajo mi poder y control, o como algo que está sometido a mí por convenirme directamente. Más bien lo nombra como uno que me pertenece al mismo tiempo que me posee. Tiene los dos lados, porque siendo él mi padre soy su hijo, y aunque no sea lo mismo ser hijo que padre, la mutua disposición muestra el apego propio de los dos lados. Y de este modo se da en las relaciones familiares y en algunas otras de cercanía, como las de amistad (que nada impide la amistad familiar). Los adjetivos con los que hablamos al respecto parecen sugerir cierto fenómeno que creo que es posible notar con relativa facilidad: la pertenencia a la familia excede al suelo y edificio de la propiedad, y a las posesiones de la casa. Cuando pertenecemos a la familia somos lo más cercanos a nuestros familiares, porque somos parte de lo privado.

El carácter privado de la casa hace que nuestra vida en familia resulte, en los casos sanos y óptimos por lo menos, propia a la vez que es compartida. De modo que no queda en la privacidad, sino que se promueve con la convivencia el diálogo y la continua comunicación de lo que cada cual considera en un sinnúmero de casos posibles. Esta ambivalencia parece muy importante si posteriormente reparamos en el modo de relacionarnos con todos los demás, fuera de la familia: la distinción entre lo público y lo privado, lo ajeno y lo propio, nace de una formación familiar. Es en la familia en la que está la raíz de esta distinción entre lo ajeno y lo propio; y en ella misma, parece que llegan a unirse ambos polos, como si no fueran dos cosas separadas, sino dos modos de ser del hombre social. Al darse en la familia el ejercicio repetido del comportamiento en lo público y en lo privado, el hombre (tanto varón como mujer) se va educando para formar parte en los asuntos políticos y los problemas que competen a todos los que viven en comunidad.

En tal caso podría ser explicable el hecho de que nos sintamos “como en casa” cuando más cómodos estamos, y que seamos “como de la familia” cuando sentimos que pertenecemos a un lugar. Porque la pertenencia es al mismo tiempo la que nos abarca y con la que abarcamos, porque la casa propiamente dicha, como familia sana, es una organización de varios que funciona por el fuerte lazo que procura que cada uno vele por el otro, y que todos velen por la unión que tienen. También, claro, que vele uno por sí mismo. Los hijos aprenden emulando mientras que los padres cuidan y proveen; los otros que conviven en relación de familiaridad ven que en la casa se produzca lo necesario y se mantenga en buen estado. En total, la familia –la que me estoy imaginando muy bonita con todos sus miembros bien portados- puede ser elemento de la sociedad porque es el seno de la vida en comunidad privada y, a la vez, del trato público.

La familia guarda a todos sus miembros y en ella cada uno debe de poder sentirse en su lugar. El lugar que le pertenece debe poder ser ése al que él mismo pertenece. Además, en ella se forma cada miembro fortaleciendo el modo de su relación con los demás, dependiendo de que sea hijo, o tal vez madre, o algún otro, y cada uno de estos lazos tiene sus particularidades. Si estas ocurrencias tienen algo de verdaderas, y la familia es como dicen por allí, elemento constitutivo de la sociedad, entonces el hecho de que un régimen político no pueda propiciar el desarrollo saludable de las familias que lo conforman en estos términos, debe de ser suficiente para que notemos que la vida que llevamos con tal organización social no es la mejor posible. Y si no lo es, entonces cabe siempre la pregunta por la posibilidad de contemplar una mejor. ¿Cómo haremos, viviendo en donde vivimos, creciendo como crecemos, para vivir mejor?