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A una orquídea

Anoche tuve el sueño más bello

Aunque en la mañana recordarlo no pude.

Todo el día pasé pensando en ello

Pero ningún éxito en lograrlo tuve.

 

Preocupada, a preguntar a mi mamá corrí.

Como su respuesta fue que ocupada estaba,

Solucionar mi inquietud por mi cuenta decidí,

Pues quedarme con la duda no deseaba.

 

En mi problema, al jardín salí a pensar

Cuando de oír una melodía me dio la impresión

Así que por el sonido a ciegas me dejé llevar.

 

Y aunque la música que me guiaba de pronto desapareció

Dejó en mi ánimo una sensación de bienestar

Y al abrir los ojos, la razón de mi feliz sueño surgió:

 

Ante mí, una hermosa flor morada había,

Y supe que en ella estaba la respuesta a mi alegría

Pues mi corazón como nunca se contentó.

 

Pasar un instante viéndola me bastó

Para saber que algo hermoso basta contemplar

Y la gloria de la vida, en lo bello, se nos ha de revelar.

 

Descubrimiento

«… all are there forever falling

falling lovely and amazing…»

La mano que sostenía la pluma se movía como inspirada por algo más que su voluntad. Él sólo sentía cómo iba escribiendo sin que pudiera decidir qué o cómo hacerlo. Su asombro era grande al percatarse de que no le faltaba coherencia a lo que iba apareciendo escrito en la hoja. Una sensación como de liberación y bienestar lo llenaba. No se lo podía explicar.

 

Llevaba varias semanas intentando escribir algo que valiera la pena; pero hasta entonces, nada. Se empeñaba en forzar a su imaginación a concebir situaciones extraordinarias y fantásticas, que valiese la pena contar, y que su inteligencia fuera capaz de articular de la mejor manera, para hacer algo magnífico; algo totalmente fuera de lo común, que le permitiera al lector, al leerlo, tanto como a él, al escribirlo, escapar por un tiempo de la gris vida cotidiana, hacia lugares mejores y bellos.

Siempre había pensado que tenía madera de escritor y de hecho ése era su sueño desde pequeño. Era sólo cuestión de tiempo para que llegara el momento preciso: aquel en que finalmente pudiera dedicarse de lleno a la escritura, y a la creación de mundos y personajes ficticios y hermosos: felices. Sólo tenía que esperar pacientemente. Hasta seis meses antes de ese día, invariablemente había estado saturado de actividades y compromisos con los que debía cumplir, tanto con la escuela, como con su familia, compañeros y novia.

Como era todavía bastante joven (contaba con poco más de 23 años de edad en esos días) también era normal que ocupara parte de su tiempo en distracciones, charlas y pasatiempos con sus congéneres y amigos. Nunca le quedaba tiempo para dedicarse a su sueño. La vida social y académica lo dejaban bastante cansado como para no hacer nada en sus tiempos libres, aparte de relajarse, divertirse y reponerse para seguir cumpliendo con sus obligaciones.

Por fin todo eso había terminado. Se hubo graduado del colegio de leyes el semestre previo, y adquirido el título de jurisconsulto que le permitía ejercer cualquier oficio relacionado con el Derecho. Todos sus conocidos estaban orgullosos de él. Después de tanto estudio y desvelos, por fin su esmero estaba por rendir frutos. Era cosa de que se decidiera a ejercer y se vería recompensado con creces. Después de todo, había sido uno de los mejores estudiantes de su generación. Con un promedio impecable, además de la participación en varias actividades y eventos complementarios al plan de estudios de su carrera, gozaba de la mejor reputación que se podía esperar de un estudiante de licenciatura en esos tiempos. Además, tenía muy buenas relaciones tanto con sus compañeros como con los docentes y con los encargados de la administración escolar, lo cual siempre podía servirle en cuestiones académicas. Su futuro era prometedor.

Cuando caminaba por las calles de su vecindario, no faltaban las voces que, refiriéndose a él, soltasen una multitud de elogios y cumplidos. Al verlo pasar, la gente lo saludaba con el mayor de los respetos. El que alguien de esos rumbos terminara una carrera universitaria era algo muy respetable por extraño y difícil. Esa era la opinión usual; por eso lo reconocían e incluso envidiaban. Seguramente se trataba de un individuo diferente, quizá superior en cuanto a inteligencia y agudeza. Todo indicaba que su logro tendría que llenarle de orgullo y autoconfianza; pero no era así, por lo menos no en los meses anteriores.

Justamente después de su egreso del colegio, se había dicho que ahora sí se podría dedicar a la escritura. Ya no se vería limitado en cuanto a tiempos ni confinado a pasar el día en la facultad, dedicado a trabajos que sólo lo aburrían o molestaban. Los artículos, investigaciones, cédulas y documentos relacionados con su carrera ya no lo ocuparían ni le quitarían más tiempo del que ya lo habían hecho. Escribir esas cosas era tan fastidioso y repetitivo que esperaba no tener que emprender la redacción de algo así en su vida. Por supuesto que esa molestia no se alcanzaba a notar en los escritos mismos, pues fascinaban a todos sus colegas y lectores. A nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido dudar de que ese joven hubiera nacido para las leyes, con el gusto y la vocación por ellas.

En un principio se había intentado convencer a sí mismo de que así era, y efectivamente lo hubo logrado: llegó a creérselo por mucho tiempo; de lo contrario no hubiera soportado los siete años que duró su carrera. A excepción del primero y el último semestres, en los demás se las había arreglado para estar seguro de que eso era lo que deseaba y para lo que estaba hecho. No obstante, siete meses después del término ya recordaba que no era así. Él quería ser escritor de novelas, narrador de historias y cuentos, todos ellos salidos de su propia mente y fantasía.

No lograba concebir que hubiera personas, incluido él mismo durante el tiempo que duró su carrera, que eligiesen ocuparse de asuntos tan vacíos, aburridos y terribles como el Derecho y otras tantas disciplinas con los mismos defectos. Su opinión era que la belleza inherente a la vida y a la naturaleza nada más podía animar al espíritu humano a actuar y esforzarse en el mismo sentido: hacia lo bello, lo vivo y lo armónico. Frente a eso, las leyes, las teorías y los discursos de su área, por ejemplo, parecían tan carentes, limitados y contrarios a la plenitud del mundo alegre y vital. Por supuesto que él prefería buscar esto último y expresarlo bellamente, lo cual únicamente era posible, según se daba cuenta, desde los terrenos del arte. Su ineptitud técnica en lo concerniente a las otras artes, como la pintura o la música, lo habían hecho saber desde antaño que lo suyo sería la literatura. Ahora ya no tenía pretextos.

De allí la gran frustración que lo había llenado durante el último medio año. A pesar de sus múltiples intentos por iniciar alguna narración valedera, nada. La mayor parte de las veces no lograba vencer el estupor ante la inmensidad imponente de la hoja en blanco, lo cual lo hacía retirarse sin haber escrito una sola letra. Otras, comenzaba con algo pero pronto se percataba del sinsentido de lo que escribía y se detenía. Entonces se sentía derrotado ante ese montón de papel y tinta que se negaba a dejarlo sacar las innumerables visiones y ensueños que su alma había estado creando. Incluso había llegado a pensar que nunca lo lograría; que se había engañado toda su vida por una quimera idiota. Claro que no podría ser un escritor. Los escritores eran hombres con vidas emocionantes y magníficas, llenas de aventuras y eventos extraordinarios, de los que su corta existencia carecía por completo.

Con todo, ese día, cuando la resignación ya había llegado a ser casi absoluta y llevaba ya varios días de haber abandonado la esperanza y guardado sus cuadernos y bolígrafos, se sentó al escritorio, sacó una hoja y tomó una pluma. Algo había sentido ese día. No lo hubiera hecho si la sensación que lo embargaba desde en la mañana no hubiera sido atípica. Casi se diría que se sentía emocionado porque esa vez el aburrimiento no lo había invadido por completo. A pesar de haber llevado a cabo la misma rutina de todos los días, en esta ocasión había habido algo distinto.

Por supuesto que la sensación no había logrado sacarlo de su escepticismo respecto a sus capacidades literarias; pero decidió sentarse a su escritorio por lo menos para darse cuenta de su fracaso por última vez y renunciar del todo. Al estar sentado con papel y pluma sobre la superficie plana, sorpresivamente, todos los eventos del día fueron llegando a su mente, uno después de otro, cada uno lleno de detalles en los que no había reparado al momento y que los hacían parecer totalmente otros que los que había vivido realmente; mucho más distintos eran a los de los días anteriores, en que hacía exactamente lo mismo. Se dio cuenta de la inmensa riqueza de detalles de que estaba llena su rutina: encuentros con otras personas, visiones de paisajes y situaciones, charlas menos vacías de lo que había pensado, todo ello con un sentimiento contrario al de la inmensa soledad en que siempre había creído que se encontraba. En verdad no recordaba haberse sentido tan bien como ahora se daba cuenta de que había sido. Era como si algo dentro de él se empeñase en negarse a ver todo lo que había allí, y a aceptar el bienestar que lo quería llenar, lo cual podía ayudarle a que la frustración y el enojo no fueran absolutos.

El ánimo llegó a su ser al instante y su mano comenzó a hacer que la pluma escribiese, como poseída por alguna fuerza más allá de su propia voluntad; pero que no iba en contra de ella. En ningún instante sintió ganas de resistirse a esa sensación que movía su mano, pues no era para nada violenta. Era como si la riqueza descubierta en la cotidianidad le mostrase que no hay que pensar en hacer cosas fantásticas e increíbles más allá  del mundo cotidiano, e incluso contrarias a él; que basta con confiar en la belleza de todos sus detalles, que hacían que lo repetitivo no tuviese un lugar dominante en él. No hay razón suficiente para pretender escapar a realidades mejores; simplemente hay que asimilar lo bueno, lo bello y lo verdadero de la propia realidad, la mejor de las posibles, y así, emergerán aquellos otros mundos, sin abandonarla a ella del todo.

 

A partir de ese día, no volvió a intentar escribir algo extraordinario y opuesto a lo cotidiano y, sin embargo, con el tiempo se convirtió en el mejor escritor de literatura fantástica que hubiera nacido en su joven patria: la estrella  Ganz Syngetraumfühlt XXIV.

 

La Era del Autoamigo

Por A. Cortés:

¿Qué quiere decir esto de que se tiene que garantizar que yo pueda buscar mi propia felicidad? ¿Qué quiere decir que tengo ese derecho? La búsqueda de la felicidad, hasta donde entiendo, no debería bajo ninguna circunstancia dejarse en las manos de alguien tan torpe como yo que, en cualquier momento, puede decidir ir a buscarla en el cine, o en la cancha de tenis, o en el sueño, o en el alcohol, o quizá en la novela de las siete. Imagínense, qué mundo tan fatal éste en el que yo buscara la felicidad: montones de recursos públicos destinados a la obtención de materia prima, desarrollo de técnicas de producción, manufactura, empaquetado y transporte proverbialmente pesado de chocolate a mi casa. “Miles de chocolates me harán feliz”, podría pensar yo, y todos a fregarse, porque quiero chocolate.

Ah, pero se trata de mi felicidad, nada más, no tengo por qué afectar a nadie con mi propia jornada por el espeso y obscuro bosque en el que se esconde. Eso, en cierto sentido, es un alivio para todos. Ahora que lo pienso, es un alivio para mí, que no tendré que ayudar a mi vecino a obtener su felicidad en el ostentoso y exótico jardín que desea extendido en toda una planicie. O al otro conocido que quiere toda su vida pasarla viajando en yate. Para cualquiera resulta un alivio que todos estemos juntos para, entre nosotros, garantizar que cada quién a su modo se hará de las luces para encontrar su propia felicidad sin tener que meterse con la de nadie más y sin pedir de nadie que haga más de lo que tiene derecho a hacer. ¡Qué gozo, no tener que contribuir a la felicidad de nadie más! No tener que acercarme a nadie si no quiero, no tener que trabajar para nadie si no quiero, no tener que dirigirle la palabra, o escucharlo, o que estudiar nada, o que jugar a nada con nadie si no me place en lo más mínimo. Podemos hacer lo que se nos antoje y agachar pesarosos la cabeza cada que a alguien medio menso se le haya ocurrido que lo mejor era saltar a un pozo. Ni modo, no lo podremos nunca juzgar. Pero por fortuna nosotros no hemos saltado al pozo… aún.

Digo, lástima que en este mundo, para que yo tenga derecho a buscar mi propia felicidad, tenga que privarme de los amigos. Es imposible que tenga amigos, porque yo no tengo por qué esperar que alguien puede hacerme bien por quererlo para mí, y no puedo meterme con nadie para contribuir a su felicidad. Todos andamos caminos solitarios que algunas veces y otras no, se encuentran por accidente y nos hacen sentir la dulce ilusión de amistades que seguramente habrán disfrutado los maltrechos e imperfectos pueblos del pasado. ¡Mediocres esclavistas, enemigos de la bienaventuranza del hombre, jurados impíos que reniegan de la libertad! Pensar que hay felicidad común: ¡qué oxímoron más pesado para el destino humano, qué carga más innoble para la espalda de quien antes estaba destinado a mirar las estrellas y ahora carga agachado los bultos de su comunidad como si fuera una mula cualquiera! Tengo derecho a buscar mi propia felicidad, bendita sea, porque mis leyes me garantizan que no hay modo de que alguien más se entrometa en mi camino. Pero dos que se cruzan por serendipia en el nudo de dos caminos que van a diferentes destinos no pueden ser amigos. No importa cuánto anden juntos, no importa cuánto se miren, se escuchen, se hablen, no pueden amistarse, porque siempre terminarán en sitios diferentes. Nadie quiere lo mismo. Si alguien se entrometiera en mi camino, sólo entonces podría ser mi amigo porque iríamos al mismo lugar; pero, ¿qué más espantoso panorama contra mi identidad que ése?

Las sociedades de hoy vivimos bajo el signo del orden salvo, el del bien separado de toda comunidad. El bien sin ser común a nada, no puede ser un sentido, no hay qué ver ni a dónde voltear cuando todos miran a donde mejor les parece. Entonces, no hay bien en realidad. El bien común es una mentira, dicen las sociedades modernas. Lo mismo es decir que no hay bien. ¿Por qué? Porque los hombres no compartimos nada que nos haga mejores como seres humanos y que hallemos en el contacto con los otros. Nada hay que sea placentero y que pueda compartir, y sólo el placer es bueno; lo que comparto no me hace bien. ¡Pero ésa es la base de la amistad! Si fuera el caso de que compartiendo nos hiciéramos mejores, entonces lo que tendríamos de natural sería la comunidad, y eso implicaría el bien común. Eso no se puede, no hay tal cosa, dicen los hombres más doctos. Conclusión: el bien es el placer, el placer es el del cuerpo, y ése lo tiene cada quién sin compartir.

Mi máximo deseo es una inclinación individual que no comparto con nadie, por eso sé que mi naturaleza se dirige a un bien que sólo me compete a mí. No puedo tener amigos verdaderos, porque éstos son en la creencia ilusa de que existen las condiciones naturales en las que los hombres podemos hacernos un bien que es, además de común a todos, el máximo, cuando estamos en cierto modo juntos. Por eso es que los amantes del derecho a la búsqueda de la felicidad tienen que bendecir este maravilloso mundo sin amistad, sin intromisión ni coerciones inhumanas. El mundo de la libertad donde todos somos aptos para gobernarnos a nosotros mismos y decidir qué es lo mejor para cada quién. El hermoso universo en el que el mejor amigo de uno mismo es uno mismo, y su peor enemigo puede ser cualquier otro. Bienhallados los provechos que sacamos de tener la garantía de nuestra vida y nuestra libertad, que son condición necesaria del ejercicio de nuestra propia búsqueda, porque sólo gracias a ellos se han podido callar la boca los pretensiosos llamados alguna vez “sabios”, que andaban toda la vida predicando necedades sobre lo que era bueno para todos, y lo que era mejor para hacernos más felices. Esos necios han muerto todos juntos tarareando su insensata tonada en un unánime sonsonete, y su sepulcro lo adornan nuestros cantos espontáneos, originales, que nacen de cada cual a su manera, y en su tono peculiar.

LA FAMILIA – Cuarta Parte: La Amistad y la Familiaridad

Por A. Cortés:

Cansado de que nadie lo comprendiera, Ánfer compró a un típico vendedor un boleto para el último viaje de su vida. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera arreglar todos sus pendientes e irse para siempre, olvidándose de todo y de todos; pero ya se había convencido de que era lo mejor en lo que podía gastar su fortuna. Y era lógico que el viaje costara tanto: al fin, después de una búsqueda exhaustiva que había tardado 436 meses, los ingenieros, astrónomos y arqueólogos reales habían encontrado escondida en una canastita en la cima de la colina más alta del mundo, a La Felicidad. Sin dilatarse habían renegado los escépticos. Mas no era una felicidad, como había pasado años antes con el fracaso del Valle del Gusto; ya lo habían confirmado los expertos tras un examen cronomatográfico, definitivamente era “La” Felicidad. ¡Pero claro que vendieron inmediatamente un viaje doble hacia la colina! Y hubieran vendido cientos más, si no hubiera sido porque ningún tren soportaría el sinuoso trayecto sin destartalarse en segundos; ninguno, más que el X88HG-32Q 3000. Ánfer sólo había oído rumores sobre esta máquina maravillante de la mecánica moderna. Había sido tan cara de construir, que era única, y sólo había alcanzado para ponerle dos asientos.

Así pasaron muchos meses.

Un auto viejo pero cuidado y reparado varias veces, se estacionó en un angosto cajón dibujado, a cuyos lados nadie se había detenido aún. Era muy temprano. Sehal bajó del coche y, ajustando su sombrero a su reacia cabeza, dejaba ver que sufría la talla y media que le faltaba. Lo había vendido todo, menos su ropa vieja y el coche abandonado de sus difuntos padres, para comprar el segundo pase para el viaje. Ánfer, a quien a lo lejos ese tipo le pareció muy extraño y chistoso, tosió disimulando una risa maliciosa mientras caminaba hacia el mismo punto. Se sentía nervioso por su próxima travesía, y no podía esperar más. Como estaba estipulado, puntualmente, Sehal y Ánfer llegaron a la Estación Extraordinaria de Trenes Extraordinarios del Centro a las 4:36.

Cuando estuvieron uno frente al otro, hicieron al mismo tiempo un ruido que tal vez fue un saludo. Pasó un ratito antes de que ninguno hiciera nada más. Luego Sehal habló en voz ronca, que revelaba que no hacía mucho tiempo que había triunfado su despertador: “Me dijeron que ya habría salido el sol a esta hora; bueno, yo no conozco por aquí”. Ánfer apenas volteó a verlo, se veía más bien ansioso por el viaje, volteando a revisar toda minucia del boleto: que si estaba bien escrito su nombre, que si había visto bien la hora, que si sí era un boleto de la EETEC y no de la EETEP… “Pero bueno, no importa mucho el sol allá a donde vamos” se respondió a sí mismo Sehal; su voz adormilada prometía suavizarse, tal vez cuando fuera más tarde.

Cuatro minutos después, un hombre gordo de bigote grueso y anchas manos se les acercó. “Bienvenidos, señores. Me place que se hayan convencido de hacer este viaje tan extraordinario, que sólo nosotros, la EETEC, ofrecemos. En siete segundos llegará aquí el tren Equis Ochenta y Ocho Hache Ge Guión Treinta y Dos Cu Tres Mil, (en eso llegó el tren) que los llevará en un trayecto directo a La Felicidad. Tomen en cuenta que la colina más alta del mundo es tan alta y está tan lejos, que el viaje más veloz tomará unos varios… pues mucho tiempo. Ningún maquinista puede acompañarlos, pero este tren se maneja solo; y con mucha pericia, ya verán. Cada quién tendrá un pequeño cuartito, y todos los víveres que puedan necesitar los encontrarán en saquitos etiquetados con el nombre de su alimento. Es todo. Pasen por aquí para abordar, denme sus boletos”. El hombre de uniforme cortó en dos partes cada rectangulito de cartón, y después de dejarlos sentados uno al lado del otro, se fue.

Ánfer miraba fascinado cada pequeño detalle del tren, mientras Sehal veía cómo le hacía para acomodarse de la mejor manera en su apretado asiento. Después de un silbido que se quedó muy por debajo de la espectacularidad de la ocasión, el tren arrancó solo con una velocidad que lo hacía parecer vuelo. Ese día fue el primero en el que se vieron Ánfer y Sehal. Pasaron así muchos.

Desconfiaron primero de la comodidad de la compañía; después de todo, ninguno de los dos había tenido que verle la cara a una misma persona con mucha frecuencia; mucho menos diario. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que no era tan desagradable su situación, y de que con la voz de uno o de otro podían pasar el tiempo sin hartarse más de lo que se hartaba cada uno en su ciudad. Una mañana, mientras Sehal veía salir el Sol, maravillado preguntó a Ánfer: “¿No te parece que el color de las nubes está cambiando mientras más nos acercamos a la colina más alta del mundo?”, “Yo pienso que cambia mientras más nos acercamos al desayuno, más bien”. Y así por mucho tiempo sus conversaciones versaron sobre La Felicidad: estuvieron hablando sobre la forma que tendría, sobre su tamaño y su color; hablaron también de cómo iban a repartírsela, y de que si no podía partirse, qué días la tendría cada quién.

Después de unos meses, otros muchos temas comenzaron a aparecerse de a poco en las conversaciones. Hablaron de sus pasados, de sus proyectos. Contaron anécdotas graciosas, y se incomodaron mutuamente con pláticas pesadas. Y no mucho tiempo después empezaron a inventar juegos de destreza para divertirse. Inventaban cuentos y turnándose el otro desbarataba el del uno, metiendo nuevos personajes y giros en la historia; escribían e intentaban memorizar palabra por palabra el texto del otro; aprendieron a cantar en armonía y repasaban sus tonadas preferidas; ambos conversaban a veces hasta muy noche y se olvidaban del tema inicial.

Muchos años estuvieron notando leves cambios en el paisaje: nueva vegetación, nuevas flores, a veces montes nuevos a lo lejos. Un día, por fin el tren topó con una inclinación: habían llegado a las faldas de la colina más alta del mundo. Emocionadísimos, esperaron a que el tren se dispusiera automáticamente para comenzar el ascenso veloz hacia La Felicidad. “Apenas lleguemos, me tenderé en el suelo a dormir quieto, dijo Sehal, no recuerdo ya cómo se siente la tierra inmóvil”. Ánfer sonrió diciendo “eso si todavía puedes dormir sin el arrullo del ajetreo motorizado”. Justo cuando los dos iban a ir a sus cuartos a cambiar sus ropas informales por algo digno del momento, un rechinido los pasmó. Luego otro, y una pequeña bocanada de humo abrió un igualmente pequeño boquete en la reluciente lámina del tren. El motor, cansado, dio sus últimos jalones a las bandas, que reventó como si les tuviera tirria, y al final el sorprendente X88HG-32Q 3000 chilló como un metálico animal enfermo, y se detuvo con todo y su escándalo.

“¡¿Qué?!”, gritaron al unísono Ánfer y Sehal. La colina más alta del mundo era incaminable, su inclinación era tan ridículamente pronunciada que hasta parecía que se les vendría encima como una pared desbalanceada. Después de que pasaron el primer silencio amargo que cayó sobre de ellos, decidieron salir a ver las fallas. Ninguno tenía ni la más mínima idea de cómo reparar el tren. Vieron hacia arriba como si fueran a facilitar el camino de la colina con sólo quererlo.  “Bueno, dijo Ánfer, iré a ver si se nota un pueblito a lo lejos, y te aviso para que vayamos a buscar quién nos ayude”. “Mejor vamos los dos, como ya está haciéndose noche será más fácil encontrarlo si ambos buscamos”.

Caminaron por la noche hasta cansarse, pero disfrutaron mucho del suelo firme bajo sus pies. Por muchas noches vagaron lejos de la colina, platicando gustosos. La olvidaron. Se olvidaron al tiempo del tren, y siguieron caminando juntos, aprendiendo más del Cielo silencioso de lo que habían podido dentro del rugido de la máquina. Se olvidaron del camino de vuelta. Se olvidaron de su viaje. Una de esas noches, Ánfer pudo ver por primera vez la magnitud de cada estrella; Sehal miró de pronto la maravilla en sus ojos colgados del profundo azul obscuro de la noche alumbrada por la Luna, y le dijo entonces: “Oye, y dime, ¿cómo te llamas?”. Éste bajó la vista queriendo notar el temple del hombre chistoso que alguna vez había visto con su sombrero apretado a su grande cabeza, y se rió “supongo que no importa, si hasta ahora se me había olvidado decírtelo”. También riendo, “Ya te pondré un apodo”, dijo Sehal, y en cuanto la luz de la madrugada pareció alumbrar un pueblo a lo lejos, y el viento matutino trajo lejanas conversaciones, puso su mano en el hombro de su amigo.

Respuesta a “Noviazgo” de Presenciausencia

Por A. Cortés:

Por ser este escrito una respuesta, pido al lector que tenga bien presente el texto de Presenciausencia al leer aquéste.


Antaño se dijo que una vida sin amigos no vale la pena vivirse, y que el amor es el motor de la comunidad. No obstando esto, el amor es lo último en lo que creerían los realistas utilitarios que abundan en nuestros días. Que haya algo como “felicidad” que nazca directamente de la compañía suena en sus oídos extrañados como superstición ingenua y necedad. El amor, dice Hobbes, es lo mismo que el deseo sensual, pero su objeto está presente; mientras que el del deseo sin más, ausente. Si acaso quedan algunos que creen que es posible el amor (y no como para este inglés que es calentura), lo creen con muchas reservas, y opinan que nada hay bajo el Sol que sea más difícil que encontrar a “la persona adecuada”. Es tan complicado y esquivo el discurso sobre el amor, que abunda en la poesía por cuanto escatima en la prosa. Pero no duda nadie de que haya noviazgos. Lo que yo leo en el escrito de Presenciausencia no es un himno al noviazgo, sino un himno al amor. Difícilmente aceptaría alguien que los prometidos por los padres para casarse, como se acostumbraba hace ciento cincuenta años, experimentaban en todos los casos este ímpetu de la confirmación en la esperanza, o del calor de la frazada en el frío. Y por mucho me parece que este bello canto carece de enfoque acerca de las dudas más importantes que tenemos cuando pensamos en las causas de ese fenómeno tan usual y tan poco preguntado: que haya dos que se llaman entre sí “novios”. Como este escrito carece de este tamiz peculiar, pienso que es posible contrastar sus líneas con lo que vemos de los noviazgos.

Desde el principio salta a la vista el primer problema: ¿el noviazgo sin amor es noviazgo falso, o no se incluyen tan íntimamente? Porque si lo es, tendríamos una cantidad infame de falsas uniones y de títulos mentirosos. Pues, en efecto, es la mayoría la que vive celebrando, siendo finita, promesas eternas de amor, y la misma mayoría la que termina sus noviazgos en uno o dos años (y creo que estoy siendo benevolente al suponer tanto tiempo). Pero si no importa el amor para que una relación de novios se realice, ¿entonces en qué se basa la unión? ¿En la promesa del matrimonio, o en el hábito de la relación sexual, o en algo semejante? Si el noviazgo es un nombre para los enamorados, ¿en qué se diferencia este amor del que se ciñe entre los amigos? Si no lo es, ¿entonces de qué sirve diferenciar al noviazgo de cualquier otra especie de relación?

Un segundo problema viene de la segunda línea del canto. Si, como es costumbre, el noviazgo es una confirmación de palabra que pactan los relacionados, entonces debería de poder explicarse lo que se encuentra “detrás de la puerta”. Pero si es innombrable, ¿cómo se dan razones sobre el hecho del noviazgo? Quienquiera que haga algo es responsable de ello por cuanto puede responder a quien le pregunte por las causas que tuvo para actuar. Por eso no decimos que los niños muy chicos o que las bestias son responsables de sus actos. Pero como en estos dos casos, aquí no hay quien responda por la unión de los novios, ni por sus conductas. Entonces parecería que no se trata de una cosa que se acuerda, sino algo que se da sin explicaciones y sin palabras. Nadie es responsable del noviazgo. ¿Y no es eso contrario a nuestra experiencia de este tipo de parejas? Si hasta celebran aniversarios del día del acuerdo. Claro, en lo anterior nada impide que los novios “descubran” que son tales en cuanto se percatan de que existe aquello innombrable que los une, y que a partir de ese momento se nombren novios. ¿Pero entonces cuál es el sentido del nombre si se le da a algo innombrable?

Inmediatamente se conecta esto con el tercer conflicto, y con la tercera línea, que en realidad es el desarrollo del anterior. Si uno se descubre unido a otro de este modo, entonces parece que no hay elección posible. Pero en cuanto digamos que tenemos la libertad para decidir de quién nos hacemos “novios”, se vuelve obscura la participación del hado que justificaba nuestro silencio. Quiero decir que, si vamos a quedarnos callados cuando nos pregunten qué es el noviazgo, porque lo que yace tras sus puertas es innombrable, entonces estamos implícitamente admitiendo que no tenemos control sobre tal relación. En ese caso, el noviazgo no se hace, sino que pasa, y por eso sería “algo que no se puede decir”. Y por el otro lado, si elegimos con quién queremos estar de este modo, entonces en la voluntad inclinada a alguien se evidencia que somos responsables de nuestra desideración y de nuestra acción elegida. Este “encuentro de almas en busca de algo más” se vuelve turbio, porque parece tener de algún modo que ver con ambos casos, el designio divino y el humano. Qué sea este “más” queda por completo fuera de nuestras posibilidades de reflexión. Y no lo digo así para cerrar herméticamente el conflicto, sino para mostrarlo latente: si “noviazgo” es un nombre que se le da a una relación específica, ¿en cuál de estas dos excluyentes formas de darse de la relación humana se está pensando cuando se le nombra (a qué llama)? ¿O es que sólo pueden ser novios quienes al mismo tiempo sufran de haberse encontrado atrayéndose entre sí sin quererlo, y después decidan nombrarse así? Y si es éste el caso (y por tanto primero es la atracción), ¿entonces para qué se pone el título de “novio” alguien, si en nada cambia el modo de ser que ya estaba allí? ¿O acaso será que dos que se atraen deciden por convenio propiciar e incrementar los encuentros para hacerse más atractivos el uno al otro? Tal finalidad me parece por completo superflua, pues si la atracción no es precisamente esa propensión a encontrarse y a seguirse el uno al otro, ¿entonces qué es? Y si sí es eso, insisto en el punto, ¿para qué la convención? Si no, ¿por qué dicen que se atraen, si tienen que decidir unirse?

En las líneas que siguen, el encuentro amoroso se describe ejemplarmente como la unión en la que dos se resguardan y protegen. Aún cuando las imágenes me parecen muy bellas, no creo que sean específicas de alguna relación particular sana, y pienso más bien que podrían aplicársele a cualquiera. No hay obstáculos para que un padre y su hijo se tengan como isla en el mar y como oasis en el desierto. Tampoco para que entre dos amigos se revelen y guarden secretos, y se despierten a la mitad de la noche con una llamada impactante, o trivial.

La exclusión es lo que más llama mi atención de entre las palabras que siguen describiendo esta unión. Nada hay más caracterísitico de nuestras relaciones habituales de noviazgo que esta peculiaridad: el requisito de exclusión (no el cumplimiento del requisito, que quede claro). Nada dice Presenciausencia sobre esto además de engarzarlo con la elección. ¿Está acaso proponiendo que hacerse novios es elegir una relación que excluya otras posibles? Esto es algo que con mucha frecuencia se arguye para describir la especificidad del noviazgo: “es la relación entre dos que deciden ser solamente uno para el otro, y para nadie más”; y tal forma de ponerlo es normalmente un eufemismo para decir: “dos que acuerdan para tener sexo entre ellos y con nadie más”. Mientras más vaya siendo conservadora la pareja, más conductas van prohibiéndose hacia afuera: nada de besos en la boca a ajenos, nada de abrazos ni caricias, nada de coqueteo, nada de… ¿Pero si esto es el noviazgo, por qué alguien lo elegiría? Si de algo estamos acostumbrados a huir es de las prohibiciones. Porque nadie sería amigo de quien le dijera “soy tu amigo si me prometes no contarle anécdotas nunca más a otro; y ni se te ocurra saludar de mano a nadie más que a mí, ¿eh?” Cosas así son sencillamente absurdas, y sin embargo, son muchos los que solamente esto pueden decir del noviazgo. A esta idea de la exclusividad viene la justificación: “abstenerse de besar a otro hace más especial el beso, porque se le tiene por único y valioso, y así con todo lo demás”. Pero este argumento es más bien débil, porque la especialidad de las caricias o del sexo no los hace más placenteros por hacerlos únicos, y la especialidad a la que se refieren no se puede explicar a través de una comprensión sensualista de las relaciones humanas. En cuanto alguien admite que dos son novios con el fin de placerse en el sexo, admite tácitamente que ambos cumplirán mejor su finalidad mientras más posiblemente aseguren que tendrán sexo. Y eso se logra consiguiéndolo con mucha gente, no con el requisito de exclusividad. Por el otro lado, si alguien dice que el fin de tener novios es lo especial de lo exclusivo, nada impide que hallen esto en cosas que no sean sexuales, y que la sexualidad la puedan explotar sin reservas o prohibiciones. Como ambos casos parecen ajenos a la experiencia, debe de ser alguna otra cosa en la que se basa que dos quieran tenerse exclusivamente.

Al final, con este torrente de preguntas, no pienso más que hacer evidente que el problema que estoy tratando a partir del escrito de Presenciausencia no es por nada pequeño; y que no están en nada resueltas sus muchísimas dificultades. Si queremos seriamente ponernos a pensar en lo que significa ser novios, entonces tenemos que hacernos estas preguntas honestamente, si no de nada sirve que estemos conversando sobre si es o no natural el enojo propio de la infidelidad; si son o no naturales las parejas que se unen para procrear; si son o no naturales los noviazgos entre jóvenes; si es o no verdadero el amor; si son o no divinos los designios misteriosos que nos encantan los ojos y nos pierden en la voz y figura de otro; y si es posible o no unirse para siempre con alguien para pasar la vida y complementarse como en el relato que, en el Banquete, hace Aristófanes. Si éste es un fenómeno que no nos inventamos alguna vez, entonces es de lo más importante que conozcamos sus causas y que intentemos conversar sobre su finalidad. Si nada de esto sucede más que por convenio, entonces podemos inventar cualquier modo de relación que se nos antoje y no tiene en lo más mínimo importancia que estemos pensando en estas cosas. Si los modos de relación se dan por convención, entonces mejor de una vez por todas definimos el noviazgo bajo contrato escrito para que se nos hagan visibles las peculiaridades de la conducta de los novios y nos quitamos de problemas: “¿quieres ser mi novia?, firma aquí”. Y en cuanto uno de los estatutos del contrato sea reformado por cualquier razón, sólo inventamos un nuevo nombre a la relación. Si quieren, free o alguna otra de esas payasadas. Después de todo, lo que abunda en nuestras sociedades actuales es el completo desinterés por estos asuntos y, desdeñando a quien quiere indagar al respecto, actúan todos engañándose diciendo primero que no hay amor, y luego ennoviándose con todo mundo sólo para mantenerse ocupados un rato, como si fuera muy evidente que nada hay en el hombre que por naturaleza lo una a otro. Como si fuera muy evidente que comportándose así no se hace mal a nadie y que todos ganan en placer lo que pierden en tiempo. Y todos felices.

MI PÉRDIDA…

Mi amado es para mí

bolsita de mirra

cuando reposa

entre mis pechos.

Mi amado es para mí

racimo de uva

de las viñas de Engadí.

Cant. 1, 13

Hoy me siento triste y con enojo, siento que en unos pocos instantes he perdido todo, he perdido la seguridad y la confianza, tanto en él como en mí, cómo se atrevió a darme su palabra, a jurar que me seguiría hasta el fin del mundo de ser necesario, peor aún, cómo es que le creí, definitivamente me equivoqué al pensar que le conocía y que podía dejar lo más valioso de mi hacer y de mi tiempo en sus manos.

Ahora no comprendo por qué prometió cosas que no pudo o que no estaba dispuesto a cumplir, yo nunca le pedí tales promesas o juramentos, hasta donde recuerdo éstos nacieron de él, salieron del vallar de sus dientes cuando conversábamos en medio de ese hermoso jardín.

¡Ah! Aquél jardín, cómo olvidar ese jardín, cómo sacar de mi mente que yo lo arreglaba todos los días con esmero a fin de que él fuera feliz rodeado de tantas bellezas y milagros, cómo olvidaré que mis brazos siempre estaban abiertos y dispuestos a rodearlo cuando él se acercaba a mí, ya fuera cansado, aburrido, o fastidiado por la soledad que decía lo acongojaba tanto, soledad que, me decía, se disipaba en cuanto nos sentábamos uno al lado del otro, nos mirábamos a los ojos y conversábamos.

En estos momentos me duele recordar su mirada, me duele recordar mi reflejo en sus ojos y cómo él se veía reflejado en los míos, y más me duele que a pesar de la distancia que ya existe entre nosotros no puedo dejar de verlo, no sé por qué cuando lo miro siento que a pesar de su infidelidad no es justo que me enoje con él, me duele tanta confusión, me duele ya no poder creerle aunque vuelva a mirarme a los ojos, me duele que su palabra ya no valga nada.

Esta horrible confusión no me deja en paz, no sé en qué me equivoqué, quizá no debí darle tanto, es probable que al tener todo se haya fastidiado y decidiera marcharse, pero, porqué provocar mi enojo antes de irse. No, no creo que sea eso lo que lo llevó a incumplir con lo prometido, tal vez haya sido esa prohibición la que lo alejó de mí, acaso no vio que yo pretendía que siempre fuera él mismo, que así lo amaba y lo bendecía siempre desde el fondo de mi corazón…

Ya que importa que piense todo eso, él ahora está lejos de mí, y quizá nunca vuelva, ¡prefirió la compañía de esa víbora maldita!, por ella aprendió a mentirme, a ocultarme su rostro cuando lo llamaba; todavía recuerdo que ni siquiera se atrevió a darme la cara cuando le pregunté lo que pasaba, simplemente se alejó de mí y dejó que yo descubriera su engaño y que lo echara de mi lado para siempre.

Ahora, él vive trabajosamente al lado de su inseparable cómplice, ahora él ve el mundo a través de sus envenenados ojos, mientras que yo me quedo en la soledad de mi jardín, pensando qué estará haciendo, mirando desde lejos cómo se hunde cada día más por la invalidez de su palabra, y sabiendo que nada podrá sustituir a mi amado Adán.

Maigo.