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Santos pecadores

Pocos, salvo aquellos que viven pendientes de la próxima canonización de Juan Pablo II, se preocupan por la distinción entre una religiosidad gobernada por el deseo de santidad y una que depende del culto, no sólo a las imágenes, sino a todo aquello que se limita en la acostumbrada realización de un rito.

El problema que trata Námaste Heptákis en su texto publicado el día de ayer, tiene una dimensión mayor que el hecho de distinguir entre una religiosidad noble y una gobernada por los símbolos. En buena medida me parece que señala hacia la pregunta por la necesidad de que una religiosidad llevada a cabo conforme a la revelación tenga santos o deseche a todo aquel que haya pecado alguna vez en su vida por no ser intachable.

Es cierto que el texto El oropel y lo santo señala la importancia de reconocer que la canonización es una forma de distinguir aquello que es noble en el terreno religioso, y si bien no aborda la importancia que tiene la santificación en el seno de una religiosidad que apela hacia lo revelado sí deja abierto este problema.

¿Qué hay tras la santificación? ¿Por qué es importante para la religiosidad revelada el señalamiento que se hace a lo noble?, para responder a estas preguntas, me parece que hay que atender a lo que el autor apunta cuando dice que  “Lo santo en su sentido primero sólo puede verse cuando hay experiencia religiosa”. Bella afirmación que aleja de la idea de la canonización de alguien el hecho de que esta signifique un icono más en los altares, al cual pueda rendírsele culto.

Al señalar que lo santo sólo puede verse cuando experiencia religiosa, el autor apunta a un aspecto fundamental de toda canonización, pensada ésta como el reconocimiento de lo noble, quien reconoce lo noble en algún sentido también debe serlo.

De lo que acabo de decir el lector pensará que sólo los santos reconocen lo santo en los demás de modo que una comunidad llena de pecadores se vería incapacitada para reconocer realmente a lo santo. No es eso lo que estoy diciendo, pues eso sería absurdo; sin embargo, lo que no es absurdo es que todo pecador con deseo de ver el rostro del Santo de Israel, sea capaz de reconocer lo difícil que es llevar al alma al crisol del arrepentimiento por todos los pecados cometidos -pues sólo son grandes pecadores quienes reconocen haber pecado y dejan de hacerlo-, y llenarla con el calor de la caridad que significa perdonar a quien la ha ofendido.

Si bien el deseo de santidad no hace a los santos de la noche a mañana, sí puede ayudar a reconocer en las vidas de aquellos que se han arrepentido de sus pecados y se han dejado gobernar por la caridad, el esfuerzo sobrehumano que significa el perdón y el amor a todos los hombres. Este mismo deseo, es el que justifica a la canonización, pues con un real reconocimiento de lo noble, es decir, con un reconocimiento que vaya más allá de colocar un ícono más en los altares, la religiosidad revelada de la que habla el texto arriba señalado se renueva, pues renueva la esperanza del buen religioso en su búsqueda constante de la santidad.

Lujuria

Obsesiva  búsqueda de tu figura iluminada,

imposible de ser nuevamente alcanzada.

Delicioso desenfreno por los flujos de tu sexo,

al yacer tú recostada frente a la imaginación mía.

El recuerdo de la desnudez de tu persona

revestida de mil lujos naturales,

descubiertos todos ellos por mis besos,

reflejos de tu inocencia tan deseada

alguna vez por mí tenida y robada.

De tus labios el anhelo y de tus muslos

en que antaño sacié mis apetitos más violentos.

Yo, ardiente y apasionado devoto tuyo,

te poseo una y otra vez con cada nueva amante.

A ti, lujuria mía, mi mayor e inmerecido fausto,

condena eterna de mi alma desgraciada,

dedico mis placeres todos, aunque nunca más estés conmigo.

Borasca caprichosa.

La borrasca infernal, que nunca cesa,

en su rapiña lleva a los espíritus;

volviendo y golpeando los acosa.

 

Se dice que la lujuria es un pecado capital, y como tal es un vicio que tiene la mala cualidad de conducir al hombre hacia otros vicios[1]. Si la consideramos como tal, lo que podamos decir respecto a la lujuria depende, en primer lugar, de lo que pensemos sea el vicio, y de igual manera el juicio que hagamos sobre el lujurioso dependerá de la claridad que tengamos respecto a lo que la lujuria sea.

Así pues, si consideramos al vicio como el resultado de una elección, la cual no consiste en decidir ser vicioso sino en una jerarquización de bienes dependiente de los deseos inmediatos, entonces aquel que recibe el nombre de lujurioso será pensado como un ser responsable de su propia lujuria y por tanto merece el desprecio de aquellos que han elegido bien porque se han detenido a pensar con calma la bondad contenida en los bienes jerarquizados.

Pero, si el vicio es pensado como el resultado de una determinación, por ejemplo, nacer con un alma carente de gracia divina, entonces el juicio sobre el lujurioso deberá suspenderse antes de intentar caer sobre él, pues no tiene sentido juzgar como buenas o malas las acciones de quien no actúa, es decir, hablar bien o mal del lujurioso cuando su lujuria depende de agentes externos a él es una pérdida de tiempo, pues la calificación del acto humano como bueno o malo, no tiene lugar en medio de la determinación.

La determinación  nos limita a poder hablar sobre la lujuria, pues ésta no pasa de ser una deformación en el modo de ser del lujurioso, la cual puede deberse a la carencia de gracia divina o a un mal funcionamiento del cerebro.

Dejemos a un lado el determinismo, divino o material, y hablemos más sobre lo que puede ser la lujuria en la amplitud de comprensión sobre la misma que nos ofrece la idea de vicio como algo dependiente de la voluntad, pues quizá así logremos ver con claridad si tiene o no sentido que hablemos sobre el tema, o que juzguemos al lujurioso.

Cuando se habla de lujuria, por lo regular lo primero en lo que se piensa es en la búsqueda desordenada de placer sexual, en tanto que desordenada no posee límite alguno, es decir, con quien se esté, cuándo y cómo es lo de menos, lo importante es sentirse bien en el momento y buscar más una vez que ha pasado ese momento.

Si pensamos con algo de calma esta idea de lujuria, nos podemos percatar que ésta es un tanto simple, pues no nos deja ver mucho respecto a lo que ocurre en el interior del alma del lujurioso, vemos la inmediatez del placer buscado y el exceso de esta búsqueda cuando pensamos al lujurioso rodeado de sujetos que puedan satisfacer sus apetitos. La imagen de Salomón rodeado de sus mil esposas podría mostrarnos al rey sabio como un ser lujurioso, pero en tanto que la superficialidad de la imagen no da para más podemos dejar de lado la necesidad de tales matrimonios al aventurar tal juicio.

Quizá una mejor imagen de lo que es la lujuria nos la ofrezca Dante Alighieri, recordemos a las almas que penan en el segundo círculo del infierno, sometidas a la variabilidad de los vientos, cambiando contantemente de posición y de mira, sometidas al capricho de la borrasca, así como en vida estuvieron sometidas al capricho de su búsqueda de placeres, búsqueda incesante y capaz de acabar con ellos de un solo y certero golpe.

Si nos detenemos un  poco y contemplamos esta dolorosa imagen, nos podemos percatar que no sólo aquellos que buscan placeres sexuales con desenfreno viven al capricho de la borrasca, también aquellos seres que buscan en demasía aquellas cosas que no necesitan para vivir están a merced de sus caprichos, o de los caprichos de otros. Es decir, aquellos seres que buscan el lujo también son lujuriosos, pues el lujo, aún cuando es más complejo que la búsqueda constante de placeres sexuales, difícilmente se separa de las satisfacciones inmediatas que recibimos a través del placer otorgado mediante los sentidos.

En consecuencia, sí pensamos en la lujuria como amor al lujo, es decir, búsqueda de lo que nos necesitamos no sólo aquellos que padecen de grandes apetitos serían lujuriosos, sino una gran parte de los hombres, en tanto que parece natural e innata la búsqueda de la satisfacción de lo que nos piden los sentidos.

 

Maigoalida.

 

 


[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica. 2351.

¿Mente sana en cuerpo sano?

Me han dicho por ahí que no hay nada más importante que la salud, que si no la tengo estaré condenada a una vida miserable y llena de dolores, que para cuidarla tengo que comer y dormir a mis horas, aún cuando algún gusto o preocupación me quiten el hambre y el sueño, que debo seguir una rutina de ejercicio diaria, y que ésta no sólo se ha de enfocar en lograr que mis órganos trabajen adecuadamente, sino que también ha de mantenerme en forma, es decir delgada; además me indican con especial énfasis que para mantener tan preciado y frágil valor no basta con hacer caso a cuanta indicación me den respecto al cuidado de mi cuerpo,  hace falta que acuda con regularidad a ver a un médico, no porque me sienta mal, sino para evitar tal cosa.

Lo curioso de todo esto, no es la insana preocupación por mantener la salud que veo algunos demuestran con sus múltiples insistencias a que pierda mi tiempo entre consultorios y hospitales, es más bien el descuido en el que mantienen al alma aquellos que dicen que la salud es el fundamento de una vida dichosa, ¿cómo es posible una vida feliz sin que se tome en cuenta al alma?, ¿acaso ésta es inmune a enfermarse?, ¿o es que la salud del cuerpo implica necesariamente la salud del alma?

En una primera aproximación, lo primero que puedo notar en el constante discurso de aquellos que me insisten tanto en que acuda al médico para prevenir enfermedades, es que parten del supuesto de que el cuerpo tiende naturalmente a enfermarse, es decir que de no ser por la intervención del hombre éste se mantendría regularmente enfermo; lo cual significa que la salud es un estado atípico y que el cuerpo no busca por sí mismo restablecerse una vez se presenta la enfermedad.

Además, puedo notar que la salud es deseable sólo en tanto que al tenerla puedo llevar una vida sin el dolor que implican las enfermedades, lo que deviene en la posibilidad de acceder con más facilidad a ciertos placeres, por ejemplo aquellos que se desprenden de tener un cuerpo bello y bien formado, mismos que no se consiguen con tanta facilidad cuando nuestra vida se deja llevar por aquello a lo que podría llamar pecado moderno y  que consiste básicamente en comer aquello que implica recibir suficientes calorías como para tener que pagarlas con la penitencia de hacer más ejercicio, en contraposición con el pecado que atenta contra el bien estar del alma, como la lujuria, que más que afectar al cuerpo afecta al amante de los lujos en tanto que no lo deja vivir tranquilo.

La preocupación por lo corpóreo deja de lado al alma, nadie recomienda ciertas reflexiones diarias antes de comer o de dormir, nadie me ha dicho que considere y examine tales o cuales cuestiones para que tal examen me deje ver con cierta claridad en qué estoy pensando cuando hablo de una vida feliz; y por otra parte, tal pareciera que al procurar la salud del cuerpo con tanto ahínco estoy procurando al mismo tiempo la posibilidad de acceder a aquellas cosas que podrían hacer daño a mi alma, en caso que todavía considere que haya tal. Si bien para mantener la salud del cuerpo es necesario contenerse de ciertos placeres y moderarse ante determinados antojos, resulta paradójico que al procurar la salud y la belleza del cuerpo considere como saludable el dejar que el alma se deje llevar por ciertos excesos y que ceda ante sus mínimos antojos, como el de tener a todo un equipo de especialistas preocupados por atenderme y mantenerme siendo lo que soy.

Maigo.