Por A. Cortés:

Nunca en la tormenta

se deja ver el mar.


El ocio es de las cosas más evidentemente provechosas a la luz de la reflexión. Que vivamos en un mundo que lo califica de ‘tiempo libre’ y que en general lo desdeña es síntoma que con igual fuerza revela lo irreflexivos que somos. No sólo los poco estudiados, sino también los intelectuales, los magistrados, los doctorados y, por lo frecuente, casi todos los que pública y privadamente acuñan en mucho su opinión, ven mal a quien no “invierte” bien su tiempo.

Entre más sea el desdén por la crítica seria y el diálogo interesado, mayor es el devalúo de esta aplaudida moneda, que por ser ella misma opinión, se torna en demagogia. Y es que todo mundo sabe que una ocupación que no produzca nada nunca es buena inversión, y platicando no se hacen más pesos que los que se hacen durmiendo.

¿Qué funesta peste puede haber contaminado la sangre de nuestro mundo? El descuido por la palabra se propaga en los mercados, y en la misma medida en que éstos devoran nuestras vidas en todas sus dimensiones, se debilitan los esfuerzos y se demeritan las pretensiones de conservar el buen hablar (y el buen escribir es llevado de corbata). Pero, ¿cómo preocuparse por ello, si no hay tiempo para conversar? Negar el ocio y, con ello, negar las condiciones para pensar qué es lo mejor que se puede hacer con él, es lo mismo que confinarse a una vida que no se puede vivir bien. Y esto es obvísimo, pero para verlo hace falta la calma con la que se platica entre amigos. Es más, hoy hasta parece que nos hace falta tiempo para pensar si acaso tenemos verdaderos amigos. ¿Es humana esa vida?

Que cualquiera se detenga un poco a pensar y me diga si, en el ajetreo del mercado, entre gritos y arengas, regateos y tomadas de pelo, ofertas y baratijas relucientes; que me diga si allí es posible cultivar una saludable amistad. Y que después éste mismo me responda si eso que me acaba de decir, pudo haberlo pensado sin dejar un momento, por pequeño que sea, de invertir bien su tiempo.