Me cansé de escucharte, gritos, insultos, reproches, tus “ilusiones” desechas; ya era costumbre que todos los días y sus noches nos dejaran tragos corrosivos y amargos, como siempre, yo, optaba por lo más fácil para salir del embrollo, mi cartera y chaqueta me acompañaban.

La luz al final del callejón, las puertas entre abiertas, el anuncio que prohíbe a los uniformados entrar, curioso, yo, mi ropa y mis tristezas de siempre. Ahí estaban todos, el hombre del sombrero, los viejos de la esquina, las mujeres que algún día fueron lozanas, uno que otro curioso que pretendía pasársela bien en medio de esa decadencia. Romina me saludaba con la misma expresión de cada noche, se le veía fastidiada, y ¡cómo no! Borrachos que trataban de manosearla todos los días, humo de cigarro añejado con litros de alcohol; el lugar violaba las nuevas reglas: No fumar en espacios públicos cerrados, Conductores designados, salidas de emergencia, y horarios de consumo establecidos. Nada de eso se respetaba ahí. Como todas las noches me dirigí a la barra de los hombres solitarios, junto a mí  el hombre del sombrero que, como todas las noches bebía hasta perderse mirando su sombrero. ¡Qué escena más desagradable! Sin embargo, me encontraba ahí, tan lastimero como él.

-¿Cerveza o whisky?- Preguntó Manuel. Decisiones, hasta ese pequeño dilema me atormentaba, con qué embriagarme esta noche, todo mi mundo se cerraba entre esas dos opciones, me detenía en cada botella que tenía frente a mí: Ron, tequila, mezcal, aguardiente, secos, húmedos, fuertes, suaves, de calidad dudosa o de exorbitante precio, lo que fuera, me haría despejar por unos momentos tus gritos y lágrimas. –Whisky…y deja la botella- Hoy, más que nunca deseaba perderme. Manuel prefería evitar conversaciones con la clientela, se dedicaba a hacer su trabajo, servir e ignorar, sabía poco de él, cuando llegó aquí, lleno de jovialidad y curiosidad, se entusiasmaba por escuchar a los viejos, sus historias le parecían fascinantes, venía de un pequeño pueblo a las afueras de Pachuca o Puebla, estar en la gran ciudad le parecía toda una aventura, recuerdo que una vez, solo una, me platicó de su vida en el campo, a veces deseamos la vida de otros, al principio, o quizá por el candor de la bebida, quise cambiar mi vida por la suya, verdes prados y amaneceres sin preocupaciones, pero su alma estaba tan marchita como  la mía.

Una palmada en el hombro derecho, una voz familiar: -Desde la otra esquina se escuchaban los gritos de Isabel, mano, tu mujer está loca. Tequila doble Manuelito- Ese era Javier, frecuentaba este lugar para encontrarse con su viejo amor de infancia a escondidas de su esposa. Todas las tardes al salir del trabajo la llamaba para concretar cita, con ella se olvidaba de mujer e hijos, después de unas cuantas copas, se largaban al hotel que está arriba. Recuerdo a Rosalba, desde niña tenía esa luz en la mirada cuando llegaba Javier, lo seguía a todos lados, se daban cartas de amor a escondidas; una noche cuando tenían trece y catorce años se perdieron en el viejo bosque del barrio, tras unas horas después, Javier salió primero, estaba pálido, jadeaba, todos esperábamos que nos contara lo sucedido con Rosalba, pero nada, siguió caminando hasta perderse de nuevo. Esperamos un rato a que ella saliera, la vimos acomodándose la falda y las calcetas, sacudió su suéter, peinaba su cabello a la par de su paso presuroso, nos miró con cierto desdén, la luz de sus ojos se tornó de tierna a furiosa, y así permanece. Los años pasaron, Javier se casó con una mujer que le doblaba la edad y los recursos, la noticia no impactó a Rosalba, después de aquella noche en el bosque, Javier le perteneció para siempre. Las mujeres de mi amigo se reconocían entre sí, pero fingían, Rita está  enferma poco tiempo le queda, Javier solo espera pacientemente recobrar su libertad, de noche redime sus culpas en las grietas oscuras de los labios de su amor.

Bebimos juntos hasta que ella llegó, me saludó con la misma frialdad con la que saluda a todos, Rosalba ha sido la comidilla de toda la colonia desde aquél día en el bosque, cosa que la ha tornado dura y sombría, sin embargo su mirada es la que siempre me deja atónito, esa no ha cambiado. Ya entrada la noche, recordamos viejas borracheras, viajes, los compañeros que se fueron, las noticias, las muertes, los chismes. Rosalba me soporta solo porque Javier y yo hemos sido muy amigos todos estos años, se que en el fondo me aprecia un poco, jamás la he juzgado y a él tampoco, tal fue mi impresión de su amor en esa noche. Terminaron sus tragos, mi amigo, casi hermano, pago la cuenta, se despidió con un abrazo, su sonrisa sincera iluminó por un instante mi noche. –Si necesitas que te lleve, ya sabes dónde estoy. ¡Cuídate mano!. Los vi alejarse como la rutina de todos los miércoles.

Bebí hasta perderme, pero nada alejaba tu rostro lleno de lágrimas, tus palabras cansadas, tus desaires. La monotonía de nuestras vidas me acompañaba en esa cantina. Mi propia vida encerrada en ese lugar, conocí y perdí, todo en pos de desvelos confusos, ya nada tiene sentido, ni siquiera me asombra el hombre que está a mi lado, ni aquel que llora en silencio, ni el hombre con conversa con el sombrero, lo que fuimos alimenta mis ganas de seguir bebiendo, lo que fui, no lo recuerdo, no sé si algún día fui algo, todo lo he olvidado trago a trago.