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La última noche

La música comienza y empiezan a surgir sombras de la completa y oscura inmovilidad en que todo estaba desde unos minutos atrás. Sombras que se menean de un lado a otro y sin cesar, siguiendo un ritmo en cierta medida homogéneo, aunque no carente de cadencia, proporción y consonancia con algunas variaciones igual de homogéneas, capaz de entusiasmar a las más negras de las siluetas de esas que abundan en el lugar. El sitio se convierte, entonces en un festejo hipnotizante, una orgía de formas en esencia solitarias, que se encuentran unas con otras y se funden como en una sola totalidad informe y movediza, sin encontrarse nunca, empero; permaneciendo en la eterna soledad del vacío. Vacío en que ha tornado la vida citadina y que, con mirada amenazante, va abarcándolo todo, sin excepción. La escena resulta enfermiza.

El reloj del extraño visitante da las doce con diecisiete minutos cuando escucha, en el fondo del antro en que se ha convertido su consciencia, una voz que le recuerda que todo ha terminado; que no tiene sentido seguir fingiendo. Así que se levanta, camina unos pasos hacia la entrada del lugar, evade las pocas y extrañas miradas de las sombras que permanecen quietas en los extremos del salón, y sale de allí por fin. Ya afuera, aunque aún bajo el dintel de la entrada, una ráfaga de viento choca con su rostro sin que le haga cambiar de decisión. Se quita las gafas y mete su mano en el bolsillo, saca un reluciente revólver que coloca lentamente y con cuidado en su sien.

Una fuerte explosión acalla la música y deja atónita a la multitud sombría. La noche finalmente ha terminado.

Afuera del metro revolución

Allí estaba ella, parada frente al banco en la esquina de la calle T, junto al teléfono público de monedas. Su nombre era M. La gente pasaba por allí sin siquiera voltear a verla de tan acostumbrados a su presencia como parte del panorama del lugar, o bien la miraban de manera interrogante y llena de morbo espantoso. Estos últimos, en su mayoría varones, se detenían en su andar para observarla y murmurar algo a sus acompañantes, si es que venían acompañados. También había quienes se hacían a un lado como con gesto de repugnancia. De cualquier manera unos y otros parecían olvidarse de ella o hacer como si no existiera (con excepción de los más depravados) en cuanto salía de su campo de visión.

M llevaba puesta una minúscula falda bastante ajustada que permitía ver con claridad el contorno de su cuerpo. Una como camisa de color rosado, hecha con una tela que se transparentaba, dejaba ver debajo una blusa ajustada de un color obscuro. Traía puesta una chamarra café bastante grande para cubrir su cuerpo de la lluvia, que ya amenazaba con comenzar a caer sobre la ciudad. Eran mediados del mes de julio, por lo que no podía arriesgarse a salir de casa a su trabajo sin algo que la resguardara del agua.

En un determinado momento, cuando se acercó al puesto de revistas que está localizado allí al lado a intercambiar algunas frases con la señora que lo atendía y que también vendía chicles, refrescos y otras golosinas, la figura de un joven llegó a la esquina dicha y, sin dejar de voltear en todas direcciones para ver si alguien lo seguía, entró en el banco. Sacó su tarjeta y, tras apretar los botones para indicar a la máquina la transacción que deseaba hacer, retiró los cien pesos que aquélla le proporcionó.

Él venía regresando de una reunión  con unos excompañeros de la escuela en un café que se encontraba a cuadra y media del sitio en el cual tenía que cambiar de vehículo para transportarse a su casa. Sus amigos le habían hablado porque tenían ganas de verlo y conversar con él de muchas cosas, de ponerse al tanto de sus vidas, pues desde que la escuela había terminado, ya se veían muy poco.

En fin, después de pasar tres horas con ellos, bebiendo unas tazas de café y charlando muy cordialmente, se despidió de ellos porque tenía que volver a casa a seguir escribiendo. Sólo tenía que ir a la estación del metro que era de la línea que lo llevaba a sus rumbos. Sin embargo, antes de entrar a la estación, vio que le quedaban sólo un par de monedas de a peso y no le alcanzaría para pagar el camión que tenía que tomar después del metro. Por ello, se decidió a pasar al banco por algún dinero. No podía evitar sentirse nervioso y vigilado, así había sido siempre; de allí su actitud extraña. Fue esa actitud sospechosa la que hizo que M y otras de las chicas que trabajaban allí voltearan a verlo al entrar a la sucursal bancaria. Dos de las otras muchachas que estaban paradas justo en la entrada del banco le dirigieron algunas palabras: “Oye guapo, ¿no quieres acompañarme?” “¿Cuánto traes flaquito, vamos al hotel?”. Él no prestó mucha atención y M regresó a la esquina del teléfono sin atenderlo más.

Al salir él a la calle algo llamó la atención del joven. Un automovilista que esperaba a que el semáforo cambiara de color, bajó la ventanilla de su carro para gritar algo a M. Ella se molestó y le exclamó algo en respuesta, volteándose a otro lado de inmediato. El semáforo ahora estaba en verde y el remitente de las groserías agregó más vulgaridades mientras pisaba el acelerador.

El joven que salía del banco vio esta escena y sintió incomodidad por la actitud del hombre con M. No supo exactamente por qué; pero sintió la necesidad de decirle algo a la mujer,.

–          ¿Qué te dijo ese imbécil? Alguna vulgaridad seguramente ¿no?

–          Sí, el muy pendejo se me quedó viendo como un puerco y me dijo de cosas. Cree que nomás estamos para aguantar las leperadas que se le antoje gritarnos y que nosotras le tenemos que sonreír y responder de buena manera, como atraídas por sus groserías, el muy cabrón.

–          Lo sé. Esos güeyes son así. Piensan que ustedes están para aceptar gustosas todo lo que les digan sin más. Pinches monos, que se vayan al carajo. Bueno, mucha suerte, que tengas un buen día y te vaya bien.

–          Ojalá que sí manito, ya llevo como dos horas y sólo llevo la persinada. Ya estoy hasta la madre porque nada más pasan y se quedan viendo, pero nadie se anima. ¿Tú no vas?

–          No, de hecho ya voy tarde. Sólo tengo que pasar a cambiar este billete pa´l camión a mi casa. A propósito, ¿cómo te llamas?

–          Me llamo M. Muchas gracias. Que te vaya bien también mano. Adiós.

Después de esto, el muchacho se apresuró a cruzar la avenida, porque la luz verde del semáforo ya estaba parpadeando para cambiar a amarillo. Pasó a comprarse un agua para cambiar el billete y se marchó. M, por su parte, lo vio alejarse con una sonrisa sincera. ¡Qué tipo más simpático y extraño!